Robert Redford, el galán que no quería serlo
- Redacción El Salmón
- 16 sept
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Actualizado: 16 sept

Robert Redford nació en 1936 en Santa Mónica, California, en una familia de clase trabajadora. Desde muy joven supo que el entorno donde había nacido lo definía menos que sus ansias de movilidad: jugó al béisbol, pintó, viajó a Europa, buscó con desesperación una identidad más allá de lo que parecía escrito.
En los años sesenta, cuando la industria lo descubrió, su belleza física fue el imán que lo convirtió en estrella. El pelo rubio, la mandíbula marcada y la sonrisa contenida parecían hechas para un cartel de cine. Su consolidación llegó en 1969 con Butch Cassidy and the Sundance Kid, junto a Paul Newman: allí nació el mito del “chico de oro” que podía ser bandido, aventurero o amante con la misma naturalidad.
Pero esa misma visibilidad fue una carga. Redford lo dijo con todas sus letras en varias entrevistas: el foco de la fama lo apartaba de lo que en realidad lo entusiasmaba, que era trabajar la actuación como oficio. “You get further and further away from the thing you like the most, which is the work”, confesó en 2018. No quería ser un símbolo sexual, no quería ser recordado solo como un rostro perfecto. Y esa contradicción lo acompañaría toda su vida.
Su reticencia lo convirtió en un entrevistado difícil: parco, evasivo, casi incómodo frente a preguntas sobre su vida privada. Donde otros cultivaban el aura del galán, Redford levantaba muros.
El beisbolista frustrado y la cicatriz como destino
Antes del cine, estuvo el béisbol. Redford soñó con jugar profesionalmente y obtuvo una beca deportiva en la Universidad de Colorado, pero la perdió por bajo rendimiento académico y por problemas con el alcohol. Aquella frustración marcó su biografía y más tarde regresaría en la pantalla grande. En The Natural (1984) interpretó a Roy Hobbs, un beisbolista con una historia de redención improbable: era, en parte, su propia redención ficticia.
Ese vínculo con el deporte tiene un valor narrativo: muestra que detrás del actor estaba el joven que quiso otra vida, que buscó en el cuerpo y en el juego lo que luego trasladaría al arte. Y también resalta otra peculiaridad: Redford no fue el típico muchacho que desde niño soñó con Hollywood. Llegó ahí casi por descarte, como quien toma el camino alternativo después de que el principal se cerró.
Su rostro perfecto tampoco era tan perfecto: una cicatriz en la mejilla izquierda, producto de un accidente juvenil, le daba un aire particular. Esa marca se convirtió en un signo involuntario de autenticidad en medio de un sistema que prefería la piel pulida y sin defectos. Directores como Sydney Pollack la usaron a su favor, potenciando la ambigüedad de sus personajes.
Galán en la pantalla, disidente fuera de ella
Las películas más recordadas de Redford lo colocaron como objeto de deseo: The Way We Were (1973), junto a Barbra Streisand, convirtió su rostro en póster de dormitorios. The Great Gatsby (1974) lo consolidó como heredero de una estética de elegancia masculina. Y All the President’s Men (1976), sobre el caso Watergate, mostró que podía ser un galán que investigaba, un hombre atractivo que también cargaba el peso de la historia.
Pero fuera de la pantalla, Redford se resistía a ese molde. En entrevistas repetía que la etiqueta de “sex symbol” lo reducía. Buscó papeles con complejidad, historias donde sus personajes estuvieran atravesados por dilemas morales. Dirigió Ordinary People (1980), un drama familiar que exploraba la depresión y la incomunicación, lejos de cualquier glamour.
Ese contraste explica su incomodidad: ser usado como imagen, cuando lo que quería era ser un narrador de historias. El galán que no quería ser galán es, en el fondo, un hombre que entendió la fama como disfraz.
Utah: el reino alternativo que construyó lejos de Hollywood
En los años setenta Redford tomó una decisión radical: no viviría en Los Ángeles, el epicentro del cine estadounidense. Compró un terreno en las montañas de Utah, en un lugar llamado Sundance, y desde allí comenzó a levantar un espacio que era, a la vez, refugio personal y proyecto cultural.
En 1981 fundó el Sundance Institute, con un objetivo claro: ayudar a cineastas independientes a desarrollar sus guiones, experimentar y encontrar público. El festival, que nació como extensión de esa iniciativa, se convirtió en pocos años en la principal vitrina del cine independiente mundial. De allí salieron directores como Quentin Tarantino, Steven Soderbergh, Darren Aronofsky, Ava DuVernay, entre muchos otros.
El símbolo es poderoso: mientras Hollywood se consolidaba como fábrica de blockbusters, Redford creaba desde las montañas un laboratorio para las películas pequeñas, arriesgadas, incómodas. Y lo hacía no en Nueva York o Los Ángeles, sino en Utah, en contacto con la naturaleza.
El hombre que no amaba Hollywood no se retiró del cine: lo reinventó desde un margen.
El activista ambiental
Otro gesto de ruptura fue su activismo ambiental. Redford usó su fama para impulsar campañas de preservación de parques naturales, ríos y territorios en Estados Unidos. Se opuso a proyectos extractivos y apoyó causas indígenas vinculadas a la protección del medioambiente.
Ese compromiso no era cosmético: invirtió parte de su fortuna en conservar tierras y en educar sobre el cambio climático. Creó el Redford Center, una organización que financia documentales ambientales. Mientras muchos actores limitaban su filantropía a galas de beneficencia, Redford tejió un trabajo sostenido y coherente.
Su amor por la naturaleza explica su elección de Utah: quería vivir y crear rodeado de montañas, lejos del cemento de Hollywood. Esa coherencia vital fue también una forma de resistencia.
La contradicción del retiro
En 2018 anunció que The Old Man & the Gun sería su última película como actor. El mundo leyó ese gesto como un retiro definitivo: un cierre elegante para una carrera de más de medio siglo.
Pero poco después, Redford se arrepintió de haberlo anunciado. Dijo que no quería que lo definieran por un “último papel”, que tal vez había hablado demasiado pronto. Esa vacilación humaniza su figura: incluso una leyenda dudaba sobre cuándo bajarse del escenario.
El galán que no quería ser galán tampoco quería ser estatua. Quiso reservarse el derecho a seguir trabajando si lo deseaba.
¿Odiaba Hollywood?
Decir que odiaba Hollywood sería exagerar. Redford no renegó del cine ni de los colegas que lo acompañaron. Lo que cuestionaba era la lógica industrial: el sistema de estudios que se inclinaba por lo seguro y rentable, el star system que usaba a las personas como mercancías, la política de alfombra roja que devoraba a los artistas.
Su rechazo no era personal, era estructural. Redford no quería un Hollywood que redujera el cine a negocio. Por eso construyó Sundance: porque quería que el cine siguiera siendo riesgo, exploración, arte.
Un legado de contradicción fecunda
La historia de Redford puede contarse como una serie de contradicciones:
Fue un galán, pero odiaba la etiqueta de galán.
Fue una estrella de Hollywood, pero vivió en Utah.
Fue un actor celebrado, pero soñó primero con ser beisbolista.
Fue un hombre parco y esquivo, pero levantó una de las instituciones más influyentes del cine independiente.
Ese es su legado más peculiar: usó la fama que lo incomodaba para construir estructuras que beneficiaron a otros. Convirtió el capital simbólico de Hollywood en un proyecto cultural alternativo.
Ahora que ha muerto, quedará la tentación de recordarlo solo como el actor hermoso de los setenta, el compañero de Paul Newman, el Gatsby rubio de los carteles. Pero quizá la memoria más justa sea otra: la de un hombre que entendió el precio de la fama y decidió usarlo en beneficio de los demás.
Robert Redford fue, hasta el final, el galán que no quería ser galán y el actor que demostró que se podía amar el cine sin amar a Hollywood.
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