¿Qué hay detrás de la guerra de Trump contra el paracetamol?
- Redacción El Salmón
- hace 22 horas
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Actualizado: hace 5 minutos

El 22 de septiembre de 2025, en medio de luces, cámaras y aplausos de sus seguidores más fieles, Donald Trump volvió a encender la polémica mundial. “No tomen Tylenol”, declaró con su estilo característico, denunciando que el uso de paracetamol durante el embarazo podría estar vinculado al autismo en los niños. Lo hizo acompañado de su flamante secretario de Salud, Robert F. Kennedy Jr., un viejo conocido de los círculos antivacunas y escépticos de la ciencia oficial. En cuestión de horas, la frase recorrió el mundo, desató el pánico en redes sociales, obligó a pronunciarse a agencias médicas y abrió una nueva grieta en la relación entre política y ciencia.
Pero el episodio, aunque en apariencia se limita a una declaración excéntrica, va mucho más allá. No se trata de una disputa sobre un simple analgésico, sino de un síntoma de algo más profundo: la instrumentalización del miedo, la desinformación y la salud pública como herramienta política. Tras el nuevo ataque de Trump contra el paracetamol hay intereses, cálculos electorales y estrategias que trascienden la farmacología. La guerra no es contra un medicamento: es contra el consenso científico mismo.
La afirmación sin sustento: ciencia retorcida al servicio de la política
La evidencia científica disponible es clara: no existe consenso alguno que vincule el paracetamol con el autismo. Diversos estudios han explorado esa posible relación, pero hasta ahora los resultados son contradictorios, débiles o explicables por otros factores. Las principales agencias de salud del mundo —la Agencia Europea de Medicamentos (EMA), la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la propia FDA— han reiterado en los últimos días que el paracetamol sigue siendo seguro durante el embarazo, siempre que se use en las dosis recomendadas.
La investigación en la que Trump dice basarse proviene de un puñado de estudios observacionales que encuentran asociaciones estadísticas tenues entre el consumo de paracetamol prenatal y algunos trastornos del neurodesarrollo. Pero como advierten los expertos, asociación no significa causalidad: el hecho de que dos fenómenos coincidan no implica que uno cause al otro. De hecho, un juez federal de Estados Unidos desestimó el testimonio del científico Andrea Baccarelli —uno de los principales defensores de esta teoría— por considerarlo “sesgado” y “metodológicamente débil”.
Pese a ello, Trump decidió llevar esa tesis a la arena pública, amplificándola desde el mayor altavoz político del mundo. Y lo hizo no como un llamado a la investigación o al debate científico, sino como una orden: “no tomen Tylenol”.
La salud como arma: populismo sanitario en estado puro
La pregunta inevitable es: ¿por qué? ¿Qué gana Trump con sembrar dudas sobre un medicamento que millones de personas usan cada día? La respuesta tiene menos que ver con la medicina y más con la política.Trump ha entendido que el miedo es un recurso político de enorme potencia. En un contexto de creciente desconfianza hacia las élites científicas, las grandes farmacéuticas y el propio Estado, instalar la idea de que “nos han mentido” puede reforzar la imagen del líder outsider, el que se atreve a decir lo que otros callan.
Lo hizo durante la pandemia, cuando promovió tratamientos sin eficacia comprobada contra la COVID-19 y sembró dudas sobre las vacunas. Lo hace ahora con el paracetamol, aprovechando el terreno fértil de las teorías conspirativas sobre el autismo, que desde hace décadas circulan en los márgenes del discurso médico. En ambos casos, el patrón es el mismo: colocar la verdad científica en el banquillo y convertir la ignorancia en bandera política.
El enemigo perfecto: “Big Pharma” y el mito del remedio oculto
Hay también un componente narrativo que Trump explota con habilidad: la idea de una “industria farmacéutica todopoderosa” que envenena al pueblo por dinero. Convertir al paracetamol en símbolo del sistema sanitario tradicional le permite encarnar la figura del justiciero que lucha contra los gigantes corporativos. Es un relato eficaz: millones de ciudadanos sienten, con razón, que las grandes farmacéuticas priorizan el lucro sobre la salud. Esa desconfianza legítima es manipulada y llevada al extremo, transformando a un analgésico común en emblema de la corrupción médica.
Pero hay una paradoja fundamental en todo esto: el discurso de Trump es profundamente contradictorio porque, en la práctica, sus gobiernos han favorecido sistemáticamente a las mismas corporaciones a las que dice combatir. Durante su primera administración redujo impuestos a las grandes farmacéuticas, flexibilizó regulaciones en beneficio de la industria y colocó a ejecutivos de empresas de salud en puestos clave del aparato estatal. Incluso ahora, sus propuestas de reforma sanitaria priorizan la rentabilidad del sector privado sobre la ampliación de la cobertura o el control de precios. La supuesta cruzada contra “Big Pharma” no es, por tanto, más que una construcción retórica destinada a capitalizar el malestar social mientras preserva los intereses de las grandes compañías.
Este encuadre no es nuevo. En Europa, grupos populistas han usado narrativas similares contra las vacunas; en América Latina, ciertos movimientos políticos han explotado la desconfianza en la ciencia para ganar apoyo popular. Trump sigue ese guion al pie de la letra, pero con un giro electoral: en lugar de proponer políticas de salud más justas o transparentes, prefiere incendiar el debate con acusaciones sin base mientras sostiene, desde el poder, el mismo orden económico que dice cuestionar.
La otra batalla: los tribunales
Detrás del estruendo mediático hay también una dimensión legal que no se puede ignorar. Desde hace años, bufetes de abogados en Estados Unidos impulsan demandas colectivas contra fabricantes de paracetamol, argumentando que el consumo prenatal puede causar autismo. Hasta ahora, la mayoría de esos casos ha fracasado por falta de evidencia sólida. Sin embargo, la intervención presidencial puede cambiar el panorama: si el propio gobierno advierte sobre un riesgo, aunque no esté demostrado, los jueces podrían considerar que hay base suficiente para reabrir litigios.
En otras palabras, el discurso de Trump podría influir en tribunales tanto o más que en hospitales. Y eso, para ciertos grupos económicos y legales, representa una oportunidad millonaria.
La ciencia en la era de la posverdad
Lo más preocupante de todo este episodio no es el daño que pueda sufrir la reputación de un medicamento. Es el golpe que recibe la idea misma de conocimiento científico. Cuando un presidente utiliza su poder para dar credibilidad a teorías sin sustento, el resultado es una sociedad más confundida, más temerosa y más vulnerable a la manipulación.
En las últimas décadas, el consenso científico ha sido una de las bases de la política pública moderna. Vacunarse, usar antibióticos, confiar en analgésicos comunes: son decisiones que la ciudadanía toma porque cree en un sistema de conocimiento verificable. Erosionar esa confianza —aunque sea por fines electorales— puede tener consecuencias devastadoras.
El precio de la duda
Los efectos ya se sienten. En las semanas posteriores a la declaración de Trump, hospitales en varios estados reportaron un aumento de consultas de mujeres embarazadas preocupadas por haber tomado paracetamol. En redes sociales proliferan videos recomendando remedios “naturales” sin evidencia alguna. Algunas farmacias han reportado caídas en la venta de analgésicos básicos. En este escenario, el costo no es solo científico, sino humano.
Detrás del espectáculo político, hay embarazos en riesgo, pacientes desinformados y médicos que deben explicar, una y otra vez, que la evidencia no ha cambiado. El daño, sin embargo, ya está hecho: una frase viral puede pesar más que décadas de investigación.
La “guerra contra el paracetamol” no trata sobre un fármaco. Es la continuación de un proyecto político que necesita enemigos —la ciencia, las instituciones, la prensa— para sobrevivir. Trump lo sabe y actúa en consecuencia. Lo preocupante no es que diga “no tomen Tylenol”. Lo preocupante es que millones estén dispuestos a creerle.