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Machu Picchu, la postal del conflicto

Actualizado: 17 sept


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Machu Picchu es la postal perfecta que el Perú ofrece al mundo: la ciudadela inca suspendida entre montañas y neblinas, la imagen que aparece en anuncios turísticos, en portadas de revistas y en los sueños de millones de viajeros. Pero detrás de esa postal se esconde un conflicto cada vez más visible. No se trata solo de un atractivo turístico, sino de la disputa por quién decide sobre el patrimonio más importante del país y por cómo se reparten los beneficios económicos que genera.


En las últimas semanas, las carreteras bloqueadas y cientos de turistas varados en Cusco se convirtieron en el síntoma más notorio de un malestar profundo. Las comunidades locales acusan al Estado y a las empresas de apropiarse del negocio turístico, dejando a la población cusqueña con apenas migajas, pese a que son ellas quienes sostienen día tras día el circuito que hace posible el viaje a Machu Picchu.


El monopolio disfrazado de modernización


El Ministerio de Cultura defendió el nuevo sistema de boletaje como un avance en transparencia y modernización. Desde enero de 2024, la empresa Joinnus —adquirida en 2023 por el holding financiero Credicorp— fue contratada para administrar la venta digital de entradas a través de la plataforma tuboleto.cultura.pe. El anuncio se acompañó de la promesa de que la empresa “no cobraría comisiones” durante seis meses, sino solo el alquiler de la plataforma. Sin embargo, los detalles contractuales completos no fueron difundidos públicamente, lo que alimentó la sospecha y la desconfianza.


Sin embargo, lejos de calmar, la medida encendió la indignación. Para los operadores turísticos locales, la venta digital concentrada en una sola plataforma representa un despojo encubierto: el dinero que antes circulaba en agencias cusqueñas y en manos de pequeños operadores, ahora fluye hacia una empresa centralizada en Lima. La opacidad de los contratos —nadie sabe con certeza cuánto gana la empresa, cuáles son los costos reales o qué ocurre tras el período de gracia sin comisiones— alimenta la percepción de que se está privatizando la puerta de entrada a Machu Picchu.


El discurso de modernización oculta, así, una práctica vieja en el país: el Estado prefiere asociarse con empresas privadas antes que fortalecer la capacidad de gestión local. Y cuando eso ocurre, el mensaje que reciben los cusqueños es claro: su patrimonio, su sustento, no les pertenece.


Números que explican el malestar


El trasfondo del conflicto se entiende mejor al mirar los datos. En 2024, Machu Picchu recibió 1,508,121 visitantes, un salto respecto a 2023 (955,741), aunque todavía por debajo de los niveles prepandemia. De ese total, un 76 % fueron extranjeros y solo un 24 % nacionales. En el primer semestre de 2025, la tendencia se repitió: de 700,319 visitantes, el 78,6 % fueron internacionales.


Estos números evidencian una dependencia creciente del turismo extranjero, que paga más y deja mayores ingresos en boletos y servicios premium. Pero también revelan la desigualdad: el turismo nacional, que alimenta buena parte del comercio local (restaurantes modestos, hostales, artesanos, transporte), queda relegado. La política pública se orienta a maximizar las ganancias de un visitante foráneo, mientras el turismo interno —y con él las comunidades que lo sostienen— se convierten en actores secundarios.


Aforos y reglas cambiantes


Otro eje del malestar es la gestión del aforo. Según la Resolución Ministerial 000207-2024-MC, en temporada alta pueden ingresar hasta 5,600 visitantes diarios. En temporada baja, el número desciende a 4,500. Antes, bajo la RM 000255-2023-MC, el límite era de 4,044. La cifra no es menor: cada visitante adicional significa ingresos, pero también más desgaste del monumento, más basura, más presión sobre los caminos y las terrazas.


El problema no es solo cuántos entran, sino cómo se decide y se comunica. Las reglas cambian de un año a otro, los circuitos internos se modifican, se imponen horarios estrictos, y ni los turistas ni los guías locales reciben información clara. Lo que para Lima es un ajuste técnico, para el Cusco se traduce en caos, en cancelaciones, en pérdida de ingresos.


Transporte y concesiones: el otro monopolio


Al conflicto del boletaje se suma el del transporte. La empresa Consettur mantuvo durante años un monopolio sobre el traslado en bus entre Aguas Calientes y la ciudadela. Aunque formalmente se abrió la puerta a nuevos operadores, en la práctica el control sigue concentrado. Las comunidades denuncian que, pese al vencimiento de la concesión y la autorización temporal a la empresa San Antonio de Torontoy, Consettur ha seguido operando en algunos momentos, lo que alimenta la percepción de que el Estado no garantiza una transición transparente.


Esa exclusión también explica los bloqueos recientes. Para los pobladores, la gestión de Machu Picchu no solo se trata de boletos o de aforos, sino de un patrón más amplio: el Estado permite que unos pocos controlen sectores estratégicos del turismo, mientras las comunidades que habitan el territorio cargan con el impacto social y ambiental sin recibir beneficios justos.


Comunidades que no ven los beneficios


La contradicción es brutal. Machu Picchu genera decenas de millones de dólares anuales en boletaje y servicios asociados, pero basta alejarse unas cuadras del circuito turístico para encontrar precariedad: falta de agua potable, contaminación, infraestructura básica inexistente. Mientras tanto, el precio de las entradas sigue subiendo para los turistas, y los pobladores de Aguas Calientes, Ollantaytambo y otras comunidades siguen esperando que esas ganancias se traduzcan en obras y desarrollo.


Para ellos, la postal perfecta es también un recordatorio de exclusión: el dinero se centraliza en Lima o se fuga a empresas privadas, y lo poco que queda en Cusco no alcanza para transformar la vida de quienes conviven diariamente con el turismo.


Bloqueos


El gobierno de Dina Boluarte ha respondido a los bloqueos con el mismo libreto de siempre: acusar a los manifestantes de sabotear la economía, dañar la imagen internacional del país y atentar contra el turismo. Sin embargo, los bloqueos no son improvisados ni caprichosos: son la respuesta a años de desatención, a decisiones tomadas sin consulta, a un modelo que expulsa a las comunidades del control de su propio patrimonio.


Los costos son inmediatos: trenes detenidos, turistas varados, hoteles vacíos. Pero el daño no lo causan los pobladores, sino un Estado que se niega a escuchar y empresas que insisten en defender monopolios. Las comunidades no están luchando contra el turismo —sería absurdo, porque de él dependen—, sino contra un modelo de gestión que los margina.


¿Qué viene después?


Por ahora, la tensión sigue. El gobierno reforzó la presencia policial en las vías férreas y carreteras bloqueadas, e inició investigaciones fiscales sobre los daños reportados, pero no ha ofrecido hasta ahora un diálogo político real que atienda de raíz las demandas.


El gobierno ha evitado utilizar un discurso beligerante abierto, pero ha desplegado fuerzas policiales —se confirmó el refuerzo de efectivos de seguridad para proteger las vías férreas y los puntos de bloqueo— y ha iniciado investigaciones fiscales sobre posibles daños y responsabilidades en los bloqueos.


Los líderes locales insisten en que su demanda no es cerrar Machu Picchu ni frenar el turismo, sino lo contrario: lo que exigen es democratizar la gestión del transporte turístico y la concesión de rutas, para que los beneficios económicos lleguen realmente a quienes viven en la zona. Reclaman que la ruta Hiram Bingham sea operada sin trabas por la empresa San Antonio de Torontoy, legalmente adjudicada en un plan temporal, y denuncian que Consettur continúa operando pese al vencimiento de su contrato, con participación o tolerancia de autoridades.

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