top of page

La Navidad en que se acabó la Unión Soviética


ree


La Unión Soviética no murió de un disparo. Murió de una firma. El 25 de diciembre de 1991, Mijaíl Gorbachov renunció a un cargo que ya había sido vaciado de poder y lo hizo, además, defendiendo el rumbo que había tomado en los años previos. En su mensaje televisado sostuvo que las transformaciones impulsadas eran necesarias, asumió que el sistema existente se había derrumbado antes de que el nuevo orden pudiera consolidarse y presentó ese vacío como una consecuencia inevitable del proceso de cambio. Horas antes, el Kremlin era apenas un edificio; el Estado que lo habitaba había sido disuelto semanas atrás por acuerdos entre élites republicanas.


No hubo insurrección obrera ni contrarrevolución armada: hubo descomposición política, restauración económica y una larga cadena de decisiones que empujaron al sistema soviético hacia el capitalismo mientras seguía hablando en nombre del socialismo. Incluso al despedirse, Gorbachov optó por subrayar las libertades políticas alcanzadas y el fin de los viejos mecanismos autoritarios, sin detenerse en el costo social concreto ni en el destino material de millones de trabajadores.


Ese final navideño fue el punto visible de un proceso mucho más largo.


De Estado obrero a potencia imperial


Para comprender 1991 hay que mirar atrás. La URSS de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial ya no era el Estado surgido de Octubre. Había derrotado al nazismo y extendido su influencia, pero lo hizo consolidando una estructura burocrática centralizada, donde la clase trabajadora había perdido el control real del poder político y económico.


Desde mediados de los años cincuenta, el partido dejó de funcionar como herramienta revolucionaria y se convirtió en aparato administrativo. Los soviets existían formalmente, pero no decidían. La planificación económica se transformó en una cadena vertical de órdenes, desconectada de las necesidades reales de la población.


En política internacional, el discurso socialista convivía con prácticas imperiales: Hungría (1956), Checoslovaquia (1968), Afganistán (1979). La URSS intervenía para preservar su zona de influencia, no para liberar a los pueblos. Ese comportamiento no fue un desvío menor: marcó el carácter del Estado soviético durante décadas.


En los años setenta y comienzos de los ochenta, los problemas se hicieron evidentes. La economía crecía cada vez menos. La agricultura seguía siendo ineficiente pese a enormes inversiones. El sistema de incentivos era rígido. La corrupción burocrática se extendía. El mercado negro se volvía parte estructural del funcionamiento cotidiano.


Entre 1975 y 1985, la tasa de crecimiento industrial cayó de forma sostenida. El gasto militar absorbía una proporción gigantesca del presupuesto. La guerra en Afganistán costaba miles de millones de rublos al año y erosionaba la legitimidad del régimen.


Ese escenario no era solo una crisis económica: era una crisis política profunda. El Estado decía gobernar en nombre del proletariado, pero gobernaba sin él y contra él.


Gorbachov y el giro estructural


Cuando Gorbachov llegó al poder en 1985, no planteó una ruptura revolucionaria con ese modelo. Planteó modernizarlo, pero lo hizo introduciendo elementos que minaron las bases mismas del sistema socialista sin reemplazarlas por poder popular.


En 1987 se aprobó la Ley de Empresas Estatales, que redujo la planificación central y otorgó autonomía financiera a las empresas. Estas comenzaron a operar con criterios de rentabilidad, no de necesidad social. El Estado dejó de garantizar insumos y precios. La lógica mercantil empezó a dominar la producción.


En 1988 se promulgó la Ley de Cooperativas, que legalizó empresas privadas en sectores como comercio, servicios y manufactura ligera. Fue la primera vez desde los años veinte que la propiedad privada volvió a expandirse legalmente a gran escala. Muchas de estas “cooperativas” fueron creadas por cuadros del Partido que usaron su posición para apropiarse de recursos estatales. Ese no fue un detalle técnico: fue un cambio de rumbo histórico.


La perestroika como transición al mercado


Lejos de fortalecer la planificación socialista, la perestroika la desmanteló parcialmente sin construir un sistema alternativo colectivo. Las empresas competían entre sí, los precios se distorsionaban y el desabastecimiento se agravó. Entre 1989 y 1991, productos básicos desaparecieron de los mercados estatales mientras florecía el comercio privado.


El salario real cayó. Las desigualdades aumentaron. La población comenzó a asociar “socialismo” con escasez, mientras el mercado aparecía como solución, no porque lo fuera, sino porque el Estado había dejado de cumplir sus funciones básicas.


Ese deterioro no fue accidental: fue el resultado directo de introducir relaciones capitalistas sin destruir el poder de la burocracia, que se preparaba para convertirse en clase propietaria.


La glasnost permitió denunciar errores pasados, pero no devolvió el poder a las masas. Se abrió la crítica, pero no la toma de decisiones. El Partido se debilitó, pero no surgieron órganos de poder popular. El vacío fue ocupado por élites republicanas, tecnócratas y futuros empresarios.


En 1990 se eliminó el artículo 6 de la Constitución, que garantizaba el papel dirigente del Partido. No fue reemplazado por ningún mecanismo de democracia obrera. El Estado quedó políticamente desarmado mientras la economía avanzaba hacia el mercado.


Un hecho central suele omitirse: el referéndum del 17 de marzo de 1991. En él, más del 76% de los votantes se pronunció a favor de preservar la Unión Soviética como federación renovada. Fue un mandato popular claro. Ese resultado fue ignorado. Las decisiones se tomaron por arriba.


El golpe fallido y la victoria del capitalismo abierto


El intento de golpe de agosto de 1991, protagonizado por sectores conservadores del aparato, fracasó. Pero su fracaso no fortaleció al socialismo: fortaleció a Boris Yeltsin y a las fuerzas abiertamente restauracionistas.


Tras el golpe, el Partido Comunista fue suspendido. Sus bienes fueron confiscados. El poder pasó a los gobiernos republicanos, especialmente al ruso, que ya impulsaba privatizaciones aceleradas.


El 8 de diciembre de 1991, en Belavezha, tres presidentes firmaron la disolución de la URSS. No representaban a la clase trabajadora ni respetaban el referéndum. Representaban a élites que buscaban controlar Estados nacionales y economías liberalizadas.


Gorbachov quedó aislado. El 25 de diciembre, renunció. Habló de libertades, pero no asumió que su proyecto había abierto el camino a la restauración capitalista.


En los años siguientes, Rusia y otras exrepúblicas vivieron una catástrofe social: privatizaciones masivas, caída del PBI, pobreza extendida, reducción drástica de la esperanza de vida. Los antiguos burócratas se transformaron en oligarcas. La propiedad social se evaporó.


Nada de eso fue inevitable. Fue la consecuencia lógica de haber abandonado el socialismo desde arriba, sin movilizar ni empoderar a las masas.


La Navidad de 1991 no fue el fin del socialismo. Fue el fin de un Estado que había dejado de ser socialista mucho antes y que, en su crisis final, optó por reformas procapitalistas administradas por la burocracia.


La Unión Soviética no cayó por exceso de revolución, sino por su ausencia. Y Gorbachov, lejos de corregir ese problema, lo profundizó. Esa es la lección incómoda, pero necesaria, de aquella Navidad en que un imperio se disolvió en silencio.

Noticias

bottom of page