La ciencia confirma que la desigualdad social afecta el desarrollo cerebral
- Redacción El Salmón

- 5 oct
- 5 Min. de lectura

En medio del debate sobre la desigualdad global —que suele expresarse en cifras de pobreza, curvas de Gini o discursos políticos—, la ciencia acaba de lanzar una advertencia mucho más inquietante: las brechas sociales no solo definen el destino de una persona; pueden también moldear su cerebro desde los primeros años de vida.
Una investigación liderada por el King’s College London, en colaboración con Harvard University y la Universidad de York, ha revelado que vivir en sociedades con grandes niveles de desigualdad no solo afecta la salud mental y el bienestar de los niños, sino que provoca cambios estructurales medibles en su cerebro, independientemente del nivel económico de sus familias. El hallazgo, publicado en Nature Mental Health en septiembre de 2025, marca un punto de inflexión en la neurociencia social y reabre el debate sobre el costo real —y biológico— de la desigualdad.
Más allá del ingreso: el contexto que talla el cerebro
El estudio analizó imágenes cerebrales por resonancia magnética de más de 10,000 niños estadounidenses de entre 9 y 10 años, recopiladas por el proyecto Adolescent Brain Cognitive Development (ABCD), uno de los mayores estudios longitudinales sobre desarrollo infantil en el mundo.
Según el equipo de investigación, los niños que crecían en estados con mayores niveles de desigualdad económica presentaban una superficie cortical significativamente menor en regiones asociadas a funciones ejecutivas, memoria, lenguaje y regulación emocional. Este hallazgo resulta particularmente sorprendente porque persistía incluso cuando se controlaban factores como el ingreso familiar o el nivel educativo de los padres.
“Esto demuestra que no se trata solamente de la pobreza individual. El grado de desigualdad en el entorno social tiene un efecto directo sobre el desarrollo cerebral”, explicó Divyangana Rakesh, neurocientífica del Institute of Psychiatry, Psychology & Neuroscience del King’s College London, citada por Nature Mental Health.
La investigación también encontró alteraciones en las conexiones entre regiones cerebrales, lo que sugiere que la desigualdad podría modificar la forma en que distintas áreas del cerebro se comunican entre sí. Según los autores, estas diferencias estructurales podrían ser un mecanismo biológico que explica por qué los niños en contextos más desiguales presentan más síntomas de ansiedad, depresión y problemas de conducta.
La desigualdad como agente biológico
Hasta ahora, la mayoría de estudios habían asociado el desarrollo cerebral infantil con variables socioeconómicas individuales, como el ingreso familiar o el nivel educativo de los padres. Sin embargo, el nuevo trabajo plantea una hipótesis más amplia: la desigualdad estructural —la distancia entre los más ricos y los más pobres— puede actuar por sí sola como un factor biológico adverso.
Según un análisis complementario publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), los factores sociales tienen efectos independientes sobre la estructura cerebral, especialmente en áreas relacionadas con la regulación emocional, el lenguaje y la memoria. Incluso cuando los factores genéticos son considerados, el entorno social sigue siendo determinante.
La explicación más plausible es que la desigualdad funcione como un “estrés social crónico”. Al vivir en sociedades altamente estratificadas, los niños —ricos o pobres— están expuestos a comparaciones constantes, inseguridad sobre su posición social y ansiedad por el estatus. Según el American Psychological Association, estos factores pueden aumentar de forma sostenida los niveles de cortisol, una hormona que, en exceso, interfiere con la plasticidad cerebral y la maduración neuronal.
Las rutas invisibles del daño
Los científicos identifican al menos cuatro mecanismos principales a través de los cuales la desigualdad puede alterar el desarrollo cerebral:
Estrés psicosocial sostenido: Según el King’s College London, la exposición temprana a entornos con altos niveles de desigualdad genera una respuesta crónica al estrés, con efectos neurotóxicos sobre la corteza prefrontal y el hipocampo, zonas clave en la memoria y el control de impulsos.
Disminución del capital social: Según un informe de la Universidad de Oxford, los contextos con grandes brechas tienden a tener comunidades menos cohesionadas, menos redes de apoyo y más violencia, condiciones que afectan directamente la salud mental infantil.
Ambientes menos estimulantes: Estudios del National Institutes of Health señalan que la desigualdad afecta la calidad de la educación, el acceso a espacios públicos y la exposición a experiencias enriquecedoras, factores críticos para el desarrollo cerebral.
Plasticidad moldeada por el entorno: Durante la infancia, el cerebro es extremadamente sensible a los estímulos. Según un metaestudio publicado en Nature Reviews Neuroscience, las diferencias en el entorno social pueden literalmente “reorganizar” el cableado neuronal en etapas tempranas.
Consecuencias más allá del cráneo
Las implicaciones de estos hallazgos trascienden el laboratorio. Si la desigualdad afecta el desarrollo cerebral de los niños, entonces deja de ser solo un problema económico o moral: se convierte en una amenaza directa para la salud pública y el capital humano de una sociedad.
“La desigualdad debe ser tratada como un determinante social de la salud, tan importante como la nutrición o las vacunas. No hacerlo implica perpetuar ciclos de desventaja que comienzan incluso antes de que un niño diga su primera palabra”, señaló Michael Thomas, neuropsicólogo del Centre for Educational Neuroscience de la Universidad de Londres, en declaraciones a The Guardian.
Esta perspectiva tiene profundas implicaciones políticas. Según el Banco Mundial, América Latina es la región más desigual del planeta. En países como Brasil, México y Perú, el 10 % más rico concentra más del 55 % de la riqueza total. Si la desigualdad está literalmente moldeando el cerebro de las nuevas generaciones, estas cifras dejan de ser simples indicadores económicos y se convierten en predictores biológicos de desigualdad futura.
América Latina: desigualdad que se hereda en el cerebro
En contextos latinoamericanos, donde las brechas sociales suelen ir acompañadas de segregación espacial, educación desigual y violencia estructural, el problema puede ser aún más agudo. Según un estudio del BID (2023), los niños que crecen en barrios marginales de Lima, Bogotá o Ciudad de México presentan más síntomas de ansiedad, menor desarrollo del lenguaje y más dificultades de atención que aquellos de zonas más acomodadas, incluso cuando pertenecen a estratos socioeconómicos similares.
En Perú, el Instituto Nacional de Salud Mental advierte que los trastornos mentales afectan a casi el 30 % de los menores de edad, una cifra que los especialistas relacionan con la desigualdad, la inseguridad y la precariedad educativa. El psiquiatra peruano Carlos Bromley ha señalado que, dado que el entorno social influye en el desarrollo cerebral de los niños, combatir la desigualdad constituye también una estrategia clave de salud pública.
Políticas para cambiar el destino
Si el cerebro es moldeable, la historia no está escrita. Varios estudios muestran que las intervenciones tempranas pueden revertir o mitigar muchos de los efectos adversos del entorno. Según el Abecedarian Early Intervention Project, un programa de estimulación cognitiva intensiva durante la primera infancia puede generar mejoras sostenidas en el rendimiento académico, la salud mental y el desarrollo neurológico incluso décadas después.
Esto abre una oportunidad política crucial. Programas de transferencias condicionadas, expansión de servicios públicos de calidad, inversión en educación temprana y políticas fiscales progresivas no son solo medidas económicas: son intervenciones neurobiológicas preventivas. Reducir la desigualdad no solo redistribuye ingresos: redistribuye potencial neuronal.
El futuro se escribe en la corteza
Imaginemos a dos niños nacidos el mismo día en la misma ciudad. Uno crece en un entorno con baja desigualdad: parques seguros, escuelas bien equipadas, padres con tiempo para estimularlo. El otro lo hace en un contexto de profundas brechas, segregación y precariedad. A los 10 años, sus cerebros ya no serán iguales. No porque uno haya “elegido” mejor, sino porque el mundo en el que crecieron moldeó su biología.
La ciencia lo está dejando claro: la desigualdad no solo es injusta, también es anatómica. Si las sociedades quieren asegurar un futuro con ciudadanos más sanos, capaces y equitativos, deberán empezar por reducir las distancias que separan a sus niños —no solo en el bolsillo, sino en la corteza cerebral.













Comentarios