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El viejo truco de las guerras preventivas

Actualizado: hace 2 minutos



Desde hace décadas, Estados Unidos ha recurrido a una fórmula que, aunque ampliamente desacreditada, continúa siendo usada como justificación para desatar conflictos militares: la guerra preventiva. Esta doctrina, que consiste en atacar primero ante la posibilidad de una futura amenaza, ha sido utilizada como argumento central para intervenir militarmente en países soberanos, sin esperar una agresión real ni contar con el aval de organismos internacionales como la ONU. A menudo revestida de un lenguaje moralista —la defensa de la democracia, la protección de los derechos humanos, la lucha contra el terrorismo—, esta narrativa ha servido para encubrir intereses estratégicos, económicos y geopolíticos que nada tienen que ver con los valores que se pregonan.


Irak 2003: una mentira como pretexto de guerra


Uno de los casos más paradigmáticos fue la invasión de Irak en 2003. El entonces presidente George W. Bush afirmó que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva y representaba una amenaza inminente para la seguridad de Estados Unidos y sus aliados. La comunidad internacional fue presionada para apoyar la intervención, y figuras como el secretario de Estado Colin Powell llevaron a las Naciones Unidas supuestas pruebas irrefutables. Años después se demostraría que esas armas no existían. La guerra fue, en esencia, una intervención preventiva basada en una mentira. Las consecuencias fueron catastróficas: al menos medio millón de personas muertas, millones de desplazados, el colapso del Estado iraquí y la creación de un vacío de poder que permitió el surgimiento del Estado Islámico. Ninguna de las promesas de democratización, estabilidad o seguridad regional se cumplió. En cambio, Irak quedó sumido en el caos y el sectarismo.


Libia: del pretexto humanitario al Estado fallido


Pero Irak no fue una excepción. En 2011, bajo el pretexto de evitar un inminente genocidio, Estados Unidos y sus aliados europeos impulsaron una intervención en Libia que culminó con el derrocamiento y asesinato de Muamar Gadafi. Lejos de traer estabilidad, la caída del régimen dejó a Libia convertida en un Estado fallido, con múltiples gobiernos paralelos, proliferación de milicias armadas, esclavitud moderna y una crisis humanitaria que aún no ha sido contenida. La idea de prevenir una masacre terminó produciendo una fragmentación nacional y un deterioro mucho más profundo.


Siria: el caos como resultado de una intervención encubierta


También en Siria, aunque sin una invasión directa, Estados Unidos repitió la misma lógica. Bajo el argumento de contener al régimen autoritario de Bashar al-Assad, Washington impulsó, financió y armó a grupos rebeldes con el objetivo de cambiar el equilibrio de poder. El conflicto se convirtió en una de las guerras más largas y devastadoras del siglo XXI. Aunque justificada como una forma de prevenir una dictadura brutal, la intervención contribuyó a escalar la violencia, debilitó aún más al Estado sirio y favoreció la expansión de grupos extremistas como Al-Nusra y el propio Estado Islámico. La política exterior estadounidense en Siria fue, en el mejor de los casos, torpe; en el peor, cómplice de la prolongación del sufrimiento de millones de personas.


Irán e Israel: una nueva versión del mismo libreto


En este contexto histórico, la actual escalada entre Israel e Irán debe leerse con atención. Aunque el ataque aéreo masivo lanzado recientemente contra territorio iraní ha sido ejecutado por Israel, es imposible desvincularlo del rol protagónico que desempeña Estados Unidos. Desde hace años, Washington ha respaldado incondicionalmente la política exterior israelí, incluyendo operaciones militares de alto riesgo. La lógica del ataque, según las autoridades israelíes, fue la de anticiparse a un futuro en el que Irán pudiera representar una amenaza nuclear. No se presentó ninguna prueba concreta de que ese momento fuera inminente. No se agotaron las vías diplomáticas. Tampoco hubo una autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. Fue, en esencia, otra guerra preventiva.


El respaldo de Estados Unidos a Israel en este escenario no es pasivo. La administración estadounidense desplegó activos militares en la región —incluyendo buques de guerra, sistemas antimisiles y aviones de combate— con el fin de apoyar a su aliado ante una eventual represalia iraní. Además, sus declaraciones oficiales validan la narrativa de que Irán representa un peligro que debe ser neutralizado preventivamente. Aunque Washington no haya apretado el gatillo, su implicación estratégica y política en el conflicto lo convierte en un actor clave de esta nueva reedición del viejo guion.


Guerras preventivas: ilegales, inútiles y devastadoras


El problema de las guerras preventivas no es solo su ilegalidad —pues violan la Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe el uso unilateral de la fuerza salvo en defensa propia tras un ataque real—, sino también su ineficacia comprobada. A lo largo del tiempo, ninguna de estas intervenciones ha traído los resultados prometidos. No han eliminado el terrorismo. No han promovido democracias funcionales. No han estabilizado regiones en crisis. Más bien han causado la destrucción de naciones enteras, el colapso de servicios básicos, crisis migratorias masivas y un resentimiento profundo contra las potencias occidentales.


Además, la insistencia en aplicar esta doctrina solo cuando le conviene a Occidente revela un preocupante doble estándar. Cuando Rusia invade Ucrania bajo la excusa de frenar la expansión de la OTAN, Estados Unidos y Europa condenan la acción como una violación flagrante del derecho internacional —con razón—. Pero cuando son ellos quienes lanzan misiles sobre Bagdad, Trípoli o Teherán, el relato se transforma en defensa preventiva, misión humanitaria o intervención justa. Esta hipocresía selectiva no solo erosiona la legitimidad del orden internacional, sino que alienta a otros actores a actuar de la misma manera.


El caso de Irán podría marcar una nueva etapa peligrosa en esta lógica. Si el mundo acepta sin resistencia que basta con una sospecha para justificar un ataque, se elimina por completo el principio de soberanía. Bajo esta lógica, ningún país que disienta del poder hegemónico estaría a salvo. Las guerras preventivas, al final, no se tratan de defensa, sino de dominio. Y cada vez que los medios, la opinión pública y la comunidad internacional aceptan esta narrativa sin cuestionarla, se perpetúa un modelo de intervención arbitraria y destructiva.


La historia reciente demuestra que la doctrina de la guerra preventiva es una amenaza constante para la paz global. Es un recurso retórico que, disfrazado de precaución, oculta ambiciones imperiales. En lugar de proteger al mundo del peligro, lo sumerge una y otra vez en el mismo infierno. No se trata de defender a Irán, Siria o Libia como regímenes ejemplares. Se trata de defender un principio: que ningún país puede ser bombardeado sin pruebas, sin debate público, sin justificación legal. Porque cuando las guerras se hacen preventivas, el derecho se convierte en ficción y la humanidad en daño colateral.

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