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El hombre que hablaba con los árboles

Actualizado: 29 may




Durante décadas, en lo profundo de la selva norte del Perú, donde los mapas tiemblan y el Estado es una sombra lejana, hubo un hombre que hablaba con los árboles. No era una metáfora: los escuchaba caer, mutilados por las motosierras ilegales; los veía morir lentamente bajo los pies de los que llegaron buscando oro, petróleo o madera. Se llamaba Zebelio Kayap Jempekit, era del pueblo awajún, y creyó que la justicia podía salir del monte con la misma fuerza con la que bajan las lluvias en el Cenepa.


Kayap acaba de morir, lejos de su comunidad, solo, en un hospital público en Jaén, consumido por una enfermedad degenerativa que lo dejó postrado. Su partida fue silenciosa, como suelen ser las de quienes incomodaron demasiado. Pero su vida no. Porque Zebelio no fue solo un dirigente indígena. Fue, en palabras de quienes lo conocieron, un defensor terco, un maestro obstinado, un tipo que creía —y lo decía con una convicción casi ofensiva— que los pueblos amazónicos tenían derecho a existir con dignidad. En un país donde se habla mucho de “la selva” pero se la conoce poco, él se empeñó en que los awajún y los wampis no fueran cifras ni folclore, sino ciudadanos.


Nacido en la remota frontera del Cenepa, una zona marcada por el abandono y los antiguos ecos de guerra con Ecuador, Kayap creció rodeado de árboles más altos que cualquier torre del gobierno. Se formó como maestro porque, como él decía, “las palabras también sirven para defendernos”. Y desde las aulas hasta las asambleas, aprendió que el lenguaje puede ser un arma más fuerte que las escopetas que empuñan los invasores.


Dirigió la ODECOFROC, la organización que agrupa a las comunidades fronterizas del Cenepa, en tiempos en que las amenazas no solo venían de los gobiernos y las empresas, sino también del propio abandono. Desde allí, denunció la presencia de la minera Afrodita, una compañía canadiense que ingresó a los territorios indígenas sin consulta previa, como exige el Convenio 169 de la OIT. En 2009, cuando su comunidad retuvo pacíficamente a técnicos de la empresa para exigir explicaciones, el Estado lo acusó de secuestro. Lo persiguieron durante años. En 2013, un tribunal lo absolvió. Pero el proceso judicial le robó tiempo, salud y oportunidades. Fue un castigo político, aunque no lo dijeran así.


No se rindió. Siguió hablando. Siguió caminando entre las comunidades, promoviendo asambleas, grabando testimonios, escribiendo cartas a ministerios que nunca contestaban. En una de esas cartas, escribió: “No hay paz cuando nos quitan la tierra, porque la tierra es nuestra madre, y una madre no se vende”. Esa frase, que podría estar en cualquier pancarta ambientalista, en boca de Zebelio no era consigna: era resumen de una vida.


La lucha de Kayap no se limitó a lo simbólico. Denunció a la CIDH la concesión del Lote 116, entregado por el Estado sin consulta previa a empresas extractivas. Y lo hizo a riesgo de su vida: en 2021, recibió amenazas de muerte por denunciar a los mineros ilegales que destruían el río Cenepa. En 2022, la sede de su organización fue incendiada. El Estado, que le había dado garantías personales en el papel, no llegó nunca a protegerlo.


En sus últimos meses, Zebelio ya no podía caminar. Su cuerpo, que había resistido marchas, viajes fluviales interminables y noches sin dormir escribiendo informes en lengua awajún y español, se debilitó hasta el silencio. Estaba solo en una cama del hospital de Jaén, con lo mínimo. Murió lejos del territorio que defendió. Pero no murió sin historia.


Zebelio Kayap fue un testigo del despojo, pero también un símbolo de la esperanza que se niega a extinguirse. No ganó todos sus combates. Pero dejó una forma de pelear que ya no se puede ignorar. En el Cenepa, el río que él cuidaba sigue corriendo. Y quizás, cuando sus aguas golpean contra las piedras, es su voz la que resuena, obstinada, justa, viva.


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