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De Varsovia a Lima: la receta del autoritarismo legal


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En Varsovia, hace apenas tres años, la democracia se fue erosionando en silencio, detrás de papeles con membrete oficial y resoluciones impecablemente rubricadas. El partido gobernante, Ley y Justicia (PiS), había creado una “Cámara Disciplinaria” con facultades para sancionar y destituir a jueces incómodos. Todo estaba revestido de formalidad: votaciones parlamentarias, enmiendas constitucionales, debates en el Congreso. Pero el resultado era otro: un órgano diseñado para doblar al Poder Judicial.


Los jueces que se atrevían a cuestionar al oficialismo eran llamados a declarar, multados o directamente apartados. La Unión Europea intervino, el Tribunal de Justicia ordenó el cierre de esa Cámara, y aun así el daño ya estaba hecho. La maquinaria había logrado lo que buscaba: instalar el miedo entre magistrados, que empezaron a autocensurarse para evitar convertirse en la próxima víctima. El mecanismo fue impecablemente legal en apariencia, pero en el fondo era un asalto al corazón de la independencia judicial.


Hungría: la disciplina como garrote


El ejemplo polaco no fue aislado. En Hungría, Viktor Orbán perfeccionó la misma receta. Apenas consolidó su mayoría, impulsó reformas que permitieron controlar el nombramiento y traslado de jueces. Los órganos disciplinarios se convirtieron en un garrote institucional: quienes osaban contradecir al oficialismo eran trasladados a regiones marginales, hostigados en procesos interminables o forzados a una jubilación anticipada.


El resultado, tras más de una década, fue un Poder Judicial domesticado. En Budapest, pocos jueces se atreven hoy a fallar contra el gobierno. La apariencia de legalidad permanece intacta, pero el contenido es el de un sistema judicial convertido en sombra obediente del Ejecutivo.


El eco en Lima


Cuando la Junta Nacional de Justicia (JNJ) destituyó a Delia Espinoza como Fiscal de la Nación, el relato oficial intentó reducirlo a un tecnicismo: resoluciones, apelaciones, nulidades. Pero lo que está en juego es mucho más grande. La pugna no es solo sobre quién encabeza el Ministerio Público, sino sobre si un órgano disciplinario puede decidir, casi por decreto, quién merece investigar y quién debe callar.


La historia reciente es clara. En octubre de 2024, la Junta de Fiscales Supremos eligió a Espinoza como Fiscal de la Nación para un periodo constitucional de tres años. La designación fue legítima y pública. Pero en junio de 2025, la JNJ resolvió restituir a Patricia Benavides, previamente destituida por presuntos actos indebidos. Espinoza rechazó esa reposición y mantuvo el cargo, alegando que la decisión de los fiscales supremos no podía ser desconocida. Su resistencia le costó caro: el organismo disciplinario abrió un proceso por “desacato” y finalmente decretó su destitución.


El guion ya lo vimos fuera: legalismos usados como mazo político.


Guatemala: el costo del exilio judicial


Si Polonia y Hungría muestran la sofisticación del intervencionismo legal, Guatemala ofrece un espejo descarnado de sus consecuencias. Allí, cuando la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG) destapó redes de corrupción que alcanzaban al propio presidente Jimmy Morales, la reacción fue inmediata: persecución judicial contra fiscales y jueces.

Lo que siguió fue un exilio forzado. Fiscales que habían liderado investigaciones emblemáticas terminaron huyendo del país, denunciados y acosados mediante procesos disciplinarios. El mensaje fue brutal: investigar demasiado podía costar no solo el cargo, sino la seguridad personal. La impunidad regresó, los casos más importantes se frenaron, y la confianza ciudadana en la justicia quedó pulverizada. Hoy, en Guatemala, el miedo persiste entre quienes alguna vez creyeron en la independencia judicial.


Venezuela: la captura total


El caso venezolano muestra la versión más directa de la captura. En 2017, la Asamblea Constituyente, controlada por el chavismo, removió de un plumazo a la fiscal general Luisa Ortega Díaz, crítica del gobierno. Su reemplazo fue un fiscal alineado con el oficialismo. Desde entonces, el Ministerio Público se convirtió en una herramienta de persecución política: opositores procesados, disidentes silenciados, violaciones de derechos humanos archivadas.


La destitución de Ortega Díaz marcó un antes y un después. Ya no se trataba de un procedimiento disciplinario disfrazado de legalidad, sino de la decisión abierta de que nadie podía investigar al poder. Desde entonces, la Fiscalía venezolana dejó de ser un órgano autónomo para convertirse en engranaje del autoritarismo.


El Salvador: rapidez y obediencia


Nayib Bukele aprendió rápido de esos modelos. Apenas logró mayoría parlamentaria en 2021, el Congreso destituyó de inmediato a la Sala Constitucional de la Corte Suprema y al Fiscal General. No hubo largos procesos ni debates jurídicos: la votación bastó para reemplazar a quienes contradecían al presidente. La velocidad fue el mensaje: el poder podía reordenar el sistema judicial en cuestión de horas.


Hoy, en San Salvador, nadie duda de que la Fiscalía responde a Bukele. Las investigaciones contra sus aliados se frenan; las que afectan a opositores avanzan sin pausa. La captura institucional se volvió regla, no excepción.


Patrones que se repiten


Un procedimiento legal, aparentemente neutro, funciona como coartada. Se cumplen los rituales institucionales —sesiones, informes, votaciones—, pero detrás hay un montaje que da cobertura formal a una operación política. La justicia deja de ser justicia: el expediente se convierte en arma.


La aplicación nunca es imparcial. Se usa de manera selectiva contra quienes resultan incómodos. No es error ni casualidad: es la lógica del sistema. Castigo para los que desafían al poder; protección para los que lo sostienen.


La consecuencia es grave: la degradación estructural de la justicia, que pasa de árbitro a herramienta; la quiebra de la confianza ciudadana, porque las reglas dejan de ser reglas; y la consolidación de la impunidad como norma, donde los poderosos saben que están a salvo y los críticos, que no tienen a dónde acudir.


Hoy, en el Perú, la JNJ parece caminar esa senda. La destitución de Delia Espinoza no es un episodio aislado: es la señal de que un órgano disciplinario puede decidir quién investiga demasiado y debe ser callado.


Casos emblemáticos en riesgo


La destitución de Delia Espinoza abre un escenario particularmente delicado para las investigaciones más sensibles del país. Procesos que han marcado la agenda judicial en los últimos años corren el riesgo de ser frenados, diluidos o archivados en medio de la incertidumbre institucional.


El caso Lava Jato, que involucra a expresidentes como Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y a una red de sobornos de Odebrecht y otras constructoras brasileñas, todavía tiene frentes abiertos en los tribunales; la pérdida de una conducción estable en la Fiscalía puede traducirse en retrasos fatales, prescripciones y arreglos políticos disfrazados de resoluciones legales. Lo mismo ocurre con el caso Cuellos Blancos del Puerto, que reveló una red de corrupción incrustada en el sistema judicial y cuya magnitud exige continuidad y respaldo político para sostener investigaciones contra jueces supremos, exconsejeros de la antigua CNM y empresarios vinculados.


En paralelo, las investigaciones contra el crimen organizado en regiones como el VRAEM o la Amazonía, donde el narcotráfico y la minería ilegal han penetrado instituciones locales, dependen de fiscales que requieren garantías de que no serán castigados por incomodar a redes de poder político y económico. A esto se suman los procesos por violaciones de derechos humanos ocurridas durante las protestas de 2022 y 2023, en las que más de 60 personas murieron por la represión estatal: si los fiscales advierten que una acusación contra autoridades puede traducirse en sanciones disciplinarias, la tentación de mirar hacia otro lado será enorme.


Todo ello ocurre en un contexto en que el Ministerio Público debería ser la última línea de defensa contra la impunidad, y en el que la comunidad internacional sigue con atención la capacidad del Perú para sostener un sistema de justicia mínimamente independiente. Polonia fue multada por la Unión Europea, Guatemala perdió a la CICIG y con ella la confianza externa, Venezuela quedó aislada tras capturar a su fiscalía. El espejo está ahí: el país que normaliza la destitución de sus fiscales abre la puerta a perder no solo casos cruciales, sino la credibilidad misma de su democracia.

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