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Cuando el cuerpo vuelve a ser el centro del relato


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El teatro contemporáneo lleva años lidiando con un dilema latente: ¿cómo competir con un mundo que produce asombro a golpe de pantalla, donde la imaginación ha sido colonizada por efectos digitales y narrativas ya fabricadas? Assamblage y el último objeto no responde con más tecnología, sino con lo contrario: el cuerpo como origen y destino de toda ficción.


Dirigida por Eduardo Cardozo e interpretada por Adrián Carbajal, Frank García, Raquel Iraola y Karina Toscano, la obra se aproxima al canon del teatro físico desde una premisa simple y efectiva: cuatro amigos abren un cómic y, como si accionaran un interruptor secreto del universo, son absorbidos por una dimensión intergaláctica donde deberán rescatar un artefacto capaz de restituir el equilibrio del mundo.


El gesto por encima del artefacto


El mérito de la obra no reside en un relato que coquetea con los arquetipos de la aventura fantástica, sino en el modo en que decide contarlo. Aquí la épica no se construye desde efectos visuales, sino desde las posibilidades expresivas del movimiento: un giro es una galaxia, un salto es un portal, un objeto común puede contener la densidad dramática de una reliquia cósmica.


El teatro físico, disciplina que la Compañía de Teatro Físico (CTF) cultiva con rigor, no se limita a la destreza: entiende el movimiento como discurso. No se trata de mostrar cuerpos que “hacen cosas”, sino cuerpos que piensan, que dicen, que completan la frase sin necesidad de verbalizarla.


Hay en ello algo casi arcaico: la idea de que el cuerpo es el primer territorio de la imaginación, el primer lenguaje y, probablemente, el más honesto.


Lo intergaláctico como coartada


El cómic funciona como portal diegético, pero también como símbolo: ya no miramos el dibujo en la página, sino que somos arrojados dentro de él. Sin embargo, la dramaturgia evita la tentación de saturar la aventura con grandilocuencias. El universo que se construye es más sugerido que descrito, más insinuado que explicado.


Las criaturas que amenazan a los protagonistas, las sombras mecánicas que los acechan, incluso el “último objeto” que da nombre a la obra, poseen un encanto deliberadamente artesanal. No aspiran a ser verosímiles, sino veraces dentro de la lógica de un mundo que se crea y se destruye con las manos, con el aire, con el peso del propio cuerpo.


Es una elección estética que tiene consecuencias políticas: un relato que se niega a esconder el andamiaje, que confía en que el artificio visible no es un defecto, sino la prueba misma de la imaginación en funcionamiento.


El riesgo de enunciar un manifiesto


Uno de los momentos más interesantes del proceso detrás de la obra es el discurso que la sustenta: la reivindicación del cuerpo frente a la hegemonía de la pantalla. Cardozo habla de su fascinación por los objetos simples, por los malabaristas, por el movimiento en su estado más primario.


El riesgo de esa declaración —en otro contexto— sería caer en la condescendencia pedagógica o en el facilismo nostálgico de “lo analógico es mejor”. Pero Assamblage no imparte lecciones. Lo que hace es demostrar, en vivo, que la imaginación no es un asunto de tecnología, sino de atención. Que lo extraordinario no se produce en la pantalla, sino en la relación entre quien mira y lo que se mueve delante de él.

Este gesto, más que un mensaje, es una toma de posición estética.


La aventura no es un pretexto para dejar moralejas empaquetadas, sino un laboratorio para una idea más humilde y más profunda: la imaginación no es un estado al que se entra, sino un músculo que se ejercita.


Ver Assamblage y el último objeto es, en el fondo, asistir a la restitución de un pacto básico: creer en lo que se tiene delante, aunque no pretenda imitarnos el mundo, sino reconstruirlo de cero. En tiempos en que la velocidad de las narrativas digitales amenaza con sustituir la experiencia por el estímulo, una obra que se apoya en el cuerpo —en su fragilidad, su destreza, su torpeza, su potencia— recuerda que el futuro del asombro todavía no ha sido privatizado por la tecnología.


El teatro, en este caso, no compite: se desmarca.

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