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El mercado que nunca existió: el poder de las AFP

Actualizado: 6 oct


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Nietzsche escribió en Más allá del bien y del mal (1886) que las categorías morales tradicionales —bien y mal— no son verdades universales sino construcciones históricas, edificadas sobre los cimientos movedizos de las culturas. Y quizá algo parecido ocurre con ciertas categorías económicas que hemos aceptado sin demasiada resistencia: mercado, competencia, riesgo, libertad. Palabras que se nos venden como verdades naturales cuando en realidad son ficciones ideológicas diseñadas para sostener privilegios.


La industria de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) —esa maquinaria que nunca asume riesgos y que no aporta solución alguna a los males estructurales del país: informalidad, precariedad laboral y pobreza— vive precisamente ahí: más allá del mercado.


Más allá porque no compiten, no arriesgan, no sufren. Más allá porque han logrado blindarse de los principios elementales que rigen a cualquier actor económico común y corriente. Su juego no es el del mercado, es el del monopolio regulado y consentido. Administran fondos en un sistema cerrado, con activos que se mueven en un mercado de capitales sin liquidez, sin profundidad, sin diversificación real. En un ecosistema que les pertenece y que les asegura una zona de confort que el 98% de las empresas peruanas jamás conocerá.


Su riesgo —ese que en teoría define la esencia del capitalismo financiero— ya está absorbido, neutralizado por el propio diseño del sistema. Y su utilidad, por tanto, está garantizada. Ni volatilidad, ni recesión, ni crisis globales alteran el curso de su rentabilidad. Con el mercado capturado, el capitalismo que pregonan no es más que un simulacro.


Su mercantilismo —porque eso son, más comerciantes de rentas que gestores de fondos— las ha llevado a:


  • Bloquear cualquier alternativa que amenace su oligopolio.

  • Eludir cualquier responsabilidad en el combate contra la informalidad, la precariedad o la pobreza.

  • Renunciar a la innovación.

  • Convertir el mercado en un club cerrado de pocos jugadores.

  • Carecer de músculo para enfrentar mercados globales de gran escala.

  • Volver una y otra vez al paradigma fujimorista que las engendró.

  • Ignorar las políticas públicas, campo en el que se mueven con torpeza y desconocimiento.

  • Desatender por completo la educación financiera.

  • Negarse a construir una cultura pensionaria sólida.


Y cabe una pregunta que debería avergonzar a todo el sistema:


 ¿Qué CEO, CFO o jefe de mesa de tesorería de una AFP —tras casi cuarenta años de existencia— ha tenido la iniciativa de sentarse con los nueve últimos presidentes del Perú, con sus primeros ministros, con los titulares de Economía, con los jefes de la Sunat (Superintendencia Nacional de Aduanas y de Administración Tributaria) o la SBS (Superintendencia de Banca, Seguros y AFP), para articular una política integral de pensiones?


 ¿Quién ha propuesto mesas intersectoriales o agendas multidisciplinarias para enfrentar los problemas estructurales del sistema financiero, del mercado laboral, del fisco o de la desigualdad social? La respuesta es obvia: ninguno. Porque nunca les interesó.


Nunca hubo voluntad de construir una política pensionaria real, porque su negocio no depende de ello. Porque sus utilidades, volátil o no el mercado, han sido siempre un hecho.

Pensemos en el contexto:


  • Crisis de México: 1995

  • Crisis asiática: 1997-1998

  • Crisis rusa: 1998

  • Crisis brasileña: 1999

  • Crisis argentina: 2001-2002

  • Crisis de las puntocom: 2000-2002

  • Crisis subprime: 2008-2009

  • Crisis del euro (PIIGS): 2012-2014

  • Crisis del rublo: 2014-2015

  • Crisis de los mercados emergentes: 2015-2016

  • Crisis COVID-19: 2020

  • Crisis energética y alimentaria (guerra en Ucrania, inflación global): 2022-2023


Doce crisis globales en tres décadas. Y ellas —las AFP— siguen ahí, impávidas, picoteando dividendos, blindadas por un andamiaje institucional que las protege de todo riesgo y de toda responsabilidad.


Esto tiene un nombre: sistema financiero. Y tiene un apellido: diseñado para favorecer a quienes lo administran. El poder de estas gestoras no es producto de su eficiencia, sino del entramado legal, político y económico que les ha asegurado un lugar privilegiado en el ecosistema nacional.


Por eso la pelea nunca ha sido —ni debería serlo— contra las AFP en sí mismas. Ellas son apenas la superficie visible, la punta de lanza de un modelo mucho más profundo. El verdadero adversario es el sistema que las permite, las avala y las blinda. Un sistema que naturaliza sus privilegios, que celebra sus utilidades, que disfraza de “libertad” lo que en realidad es un monopolio institucionalizado.


Porque si algo nos enseñaron estas décadas es que el problema no son cuatro o cinco empresas jugando a ser traders con los fondos de los trabajadores. El problema es que el Estado ha renunciado a regularlas con firmeza, a exigirles resultados, a ponerlas al servicio de un proyecto colectivo.


Y así seguimos, cuatro décadas después, atrapados en un modelo que no genera bienestar, que no garantiza pensiones dignas, que no combate la desigualdad y que, sin embargo, sigue siendo intocable.


Ese es el “legado” del ingeniero: un sistema que nos vendieron como modernización, pero que en realidad consolidó un pacto tácito entre poder económico y poder político.


Y lo más trágico es que las soluciones existen. Desde los Nobel de Economía hasta el FMI, desde informes técnicos del MEF hasta estudios académicos en universidades públicas, las reformas sostenibles ya están escritas. Llevan años acumulando polvo y ácaros en algún cajón del Congreso o del Ejecutivo. Ninguna ha visto la luz. Porque ninguna ha convenido a quienes hoy disfrutan de los beneficios del statu quo.


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