A sangre y furia: así se tomó la Bastilla
- Redacción El Salmón
- 14 jul
- 6 Min. de lectura

París, verano de 1789. El calor era una excusa. El malestar no. Desde hacía semanas, la ciudad era un hervidero: huelgas, escasez, pan duro, susurros en las tabernas, panfletos pasados de mano en mano, discursos improvisados en plazas y esquinas. La monarquía tambaleaba, pero fingía firmeza. En los barrios bajos, el pueblo había dejado de murmurar y empezaba a hablar en voz alta. Y cuando un pueblo habla en voz alta, los muros tiemblan.
La Bastilla era más que una prisión. Era una advertencia: aquí termina tu opinión. Con sus muros de 25 metros de alto, ocho torres cilíndricas, foso, puentes levadizos y una guarnición de unos 100 soldados, la fortaleza había sido durante siglos el lugar al que iban a parar quienes incomodaban al trono: escritores librepensadores, nobles caídos en desgracia, conspiradores y también algunos criminales comunes. No importaba tanto a quién encerraba como el hecho de que pudiera encerrar sin juicio, sin defensa, sin plazo. Bastaba una lettre de cachet del rey, una carta sellada, para que alguien desapareciera.
Desde su fundación en el siglo XIV como fortaleza defensiva para proteger el este de París, la Bastilla fue transformándose en una cárcel política bajo el reinado de Luis XIII y, sobre todo, de Luis XIV. Allí fueron encerrados el filósofo Voltaire, el escritor Sade (más de una vez), y decenas de panfletistas, libelistas, pensadores clandestinos. Algunos salían luego de meses; otros, de años. Para el pueblo, la Bastilla no era solo piedra: era la metáfora del silencio impuesto.
En ese julio ardiente, sin embargo, la Bastilla se veía vieja, descompuesta, casi obsoleta. El siglo XVIII estaba terminando con un rugido, y la Bastilla era su grito final. Un edificio medieval que ya no podía sostener la modernidad que se venía.
La chispa: Desmoulins en el Palais-Royal
El 12 de julio, dos días antes del asalto, el periodista y abogado Camille Desmoulins se sube a una mesa del café Foy, en el Palais-Royal, y agita la historia como si fuera un trapo sucio: "¡A las armas, ciudadanos! ¡La patria está en peligro!". El rey ha destituido a Jacques Necker, su ministro de finanzas, el único que gozaba de cierta simpatía popular. El pueblo interpreta la medida como una declaración de guerra. Se teme que el rey disuelva por la fuerza los Estados Generales. Desmoulins, con su voz temblorosa pero feroz, llama a la insurrección. Se reparten hojas, se forman patrullas de barrio. Algunos se cuelgan escarapelas verdes en el sombrero. No hay plan, hay pulso.
Camille tiene 29 años. Estudió leyes con Robespierre. Es tartamudo, mal vestido, apasionado. Vive con lo justo y escribe como si quemara. Fue testigo del hambre. De la desigualdad de los impuestos. De cómo los nobles se libraban del fisco mientras el campesino pagaba con su sangre. Su discurso del 12 de julio no fue un invento: fue una reacción orgánica. Como si todo su cuerpo supiera que había llegado el momento de actuar.
Al día siguiente, 13 de julio, la ciudad se llena de rumores: que vienen los soldados alemanes contratados por la monarquía, que van a aplastar la Asamblea Nacional, que el rey prepara una masacre preventiva. Por la noche, la insurrección está decidida. No hay marcha atrás. Las campanas de los distritos repican. Se forman milicias. Se buscan armas.
Ese mismo día, mueren decenas en choques con soldados reales. Se incendian barracas de aduanas, símbolos de los impuestos opresivos. En algunos barrios, los vecinos montan barricadas. La ciudad se divide: París contra el rey. Y el reloj avanza.
El 14 de julio: crónica de un desborde
Al amanecer del martes 14 de julio, miles de parisinos toman el Hôtel des Invalides, donde se guardaban 30 mil mosquetes. La operación fue liderada por una muchedumbre heterogénea: miembros de la Guardia Francesa amotinados, obreros, panaderos, estudiantes, empleados domésticos. Se entra sin apenas resistencia. Se llevan las armas. Pero no hay pólvora. Se dice que está en la Bastilla. La multitud gira, cambia de rumbo. El nuevo objetivo es claro: esa fortaleza sombría que encarna la impunidad del poder. Van hacia allá con fusiles sin balas, cuchillos de cocina, herramientas de carpintero, espadas viejas, palos.
La Bastilla está defendida por unos 80 veteranos jubilados (los Invalides) y 30 soldados suizos del regimiento de Salis-Samade, bajo el mando del marqués Bernard-René de Launay, un noble gris, disciplinado, de poca iniciativa. La situación lo supera. Sabe que resistir demasiado provocará una masacre; rendirse demasiado pronto lo hará traidor ante la corona. En el interior, además de los presos, hay 250 barriles de pólvora. Eso lo hace aún más peligroso.
Durante horas, los asaltantes negocian. Entran delegados. Salen con evasivas. Algunos de los que median son electores del Ayuntamiento. Otros, vecinos ilustres del barrio. Pero las respuestas de Launay no satisfacen. Luego, suenan los disparos. Nadie sabe quién dispara primero. Algunos dicen que fueron los defensores. Otros que fue un tiro involuntario. Pero la violencia ya no se detiene. El combate dura casi cuatro horas. Los insurgentes reciben cañones traídos por desertores de la Guardia Francesa. Usan las casas cercanas como cobertura. Algunos suben a los techos. Llovía pólvora, piedras, balas.
A las 5:00 p.m., Launay entrega las llaves. Envía un mensaje en su sombrero blanco, colgado de una bayoneta. Pero la multitud está encendida. A pesar de las promesas de salvoconducto, es linchado en la plaza. Le cortan la cabeza con un cuchillo de pan. La montan en una pica. La pasean como advertencia.
La Bastilla cae. Cae con su historia. Cae con su intimidación. Cae con sus siete presos: cuatro falsificadores, dos locos, un noble degenerado. No importa. No es lo que libera, sino lo que representa. La Bastilla era el símbolo de un orden que el pueblo decidió cancelar.
Quiénes estaban allí
No fue una vanguardia organizada. Fue el pueblo, con su desorden, su mezcla, su rabia. Había artesanos, zapateros, exsoldados, panaderas, aprendices, también burgueses radicalizados. No todos sabían leer. No todos sabían a dónde iban. Pero sabían que el mundo viejo tenía que caer.
Jean-Baptiste Humbert, carpintero de la rue Saint-Antoine, había perdido a su hermano en los disturbios del 13. Aun así, fue. Hizo palanca con su martillo. Entró por la torre del Rey. Escribió luego en un panfleto: "Hoy tomamos el miedo con las manos".
Louise Chabert, costurera, contó que se trepó a una carreta y gritó los nombres de los muertos. Le lanzaron flores. Era viuda. Tenía 22 años.
Jacques Alexis Thuriot, abogado, estaba entre los mediadores que intentaron una rendición pacífica. Su firma quedó registrada en el acta enviada a Launay.
A las siete de la tarde, París ya había cambiado para siempre. A la caída del sol, más de 90 ciudadanos estaban muertos. Fue una victoria teñida de sangre, y por eso duradera.
El eco inmediato: poder popular y temblor en Versalles
La noticia corrió rápido. A la mañana siguiente, mientras París despertaba sobre una pila de escombros y vítores, el rey dormía en Versalles. Le informaron al amanecer. “¿Es una revuelta?”, preguntó. “No, sire, es una revolución”, respondió el duque de La Rochefoucauld-Liancourt.
El 17 de julio, Luis XVI se vio obligado a viajar a París. Fue recibido por una multitud armada. Llevaba una escarapela tricolor en el sombrero: blanco de la monarquía, azul y rojo de París. No dijo mucho. Solo aceptó, en silencio, la existencia de una nueva autoridad: la del pueblo organizado.
Ese mismo día, el Ayuntamiento fue reemplazado por una Comuna revolucionaria. Se organizó la Guardia Nacional, bajo el mando de La Fayette. La Asamblea Nacional se fortaleció. Los nobles comenzaron a emigrar. La revolución ya no era un deseo: era un hecho.
La demolición: derribar piedra por piedra
El 16 de julio comenzaron los trabajos de demolición de la Bastilla. Se contrataron obreros para desmantelar la estructura. Las piedras fueron vendidas como reliquias. Algunas se usaron para construir el Pont de la Concorde. Otras fueron talladas en miniaturas y vendidas como souvenirs revolucionarios. Pierre-François Palloy, empresario oportunista y ferviente patriota, convirtió la demolición en un espectáculo político. Imprimió folletos, organizó visitas guiadas, repartió fragmentos de muro por toda Francia como prueba del fin del despotismo.
La demolición duró más de un año. Pero el símbolo cayó de inmediato. La imagen de la Bastilla destruida circuló por toda Europa. En Londres, en Viena, en Nápoles: todos entendieron que un nuevo mundo había irrumpido.
Repercusiones internacionales
En Estados Unidos, todavía joven, las noticias de la Bastilla fueron celebradas por muchos de los padres fundadores. Thomas Jefferson, entonces embajador en París, escribió: “Este acto ha abierto una nueva era para la humanidad”.
En las cortes absolutistas europeas, la alarma fue inmediata. Se redoblaron las censuras. Se prohibieron panfletos franceses. Se monitorearon reuniones públicas. Pero nada detuvo la expansión del ejemplo. En 1791 estallaría la revuelta de esclavos en Haití, directamente inspirada por los principios revolucionarios franceses. En 1793 caería la monarquía. En 1799, Europa entera estaría redibujada.
Un símbolo eterno
Hoy no queda rastro físico de la Bastilla. Fue demolida piedra por piedra. Algunas se conservan en museos. En su lugar, hay una plaza caótica, una rotonda, una columna conmemorativa. Y sin embargo, sigue ahí. Porque la Bastilla no es un edificio: es una advertencia inversa. A los poderosos. A los que olvidan. A los que creen que el pueblo no tiene memoria ni dientes.
Tal vez eso fue el 14 de julio: la irrupción de lo impensado. La historia saltando sobre su sombra. El momento en que el pueblo descubrió que podía decir basta, y que el "basta" podía escucharse.
Ese día, en medio del humo y los gritos, entre los muertos y los escombros, alguien se atrevió a imaginar otro mundo.
Y empezó a construirlo con las manos.
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