Mariátegui y Hayek ante el fascismo y el nazismo
- Ricardo Falla Carrillo

- hace 21 horas
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Este 2025 marca el centenario de La escena contemporánea, obra donde José Carlos Mariátegui analizó con lucidez pionera la "biología" del naciente fenómeno fascista. En el actual contexto, definido por un inquietante auge global de la extrema derecha, la disección del Amauta cobra una vigencia ineludible. No obstante, para dimensionar la complejidad histórica de este desafío, resulta esclarecedor contrastar su diagnóstico marxista con la interpretación antagónica de Friedrich Hayek. Mientras el peruano identificó al fascismo como la defensa violenta de un capitalismo senil, el austriaco vio en él la consecuencia inevitable de la planificación socialista. Este contrapunto teórico permite reexaminar las raíces del autoritarismo contemporáneo.
La génesis del abismo y la crisis de la civilización liberal
La irrupción del fascismo y el nacionalsocialismo en la primera mitad del siglo XX no constituyó un simple accidente histórico o una aberración transitoria, sino la manifestación tectónica de una crisis profunda en la modernidad occidental, una grieta sobre la cual diversos pensadores intentaron arrojar luz desde perspectivas ideológicas opuestas. Para comprender la magnitud de este fenómeno, es imperativo recurrir primero a una exégesis de su génesis, la cual, según las lecturas contemporáneas de Roger Griffin y las interpretaciones retrospectivas de François Furet y Ernst Nolte, oscila entre la palingenesia ultranacionalista y la reacción anti-marxista. Griffin (2019) define el fascismo situando su núcleo mítico en la idea de regeneración nacional, un "ultranacionalismo palingenésico" que surge como respuesta al colapso del sentido en la sociedad liberal burguesa; no es solo una fuerza conservadora, sino una fuerza revolucionaria alternativa.
Por otro lado, la correspondencia entre Furet y Nolte (1998) nos sitúa ante la tesis de la "guerra civil europea", donde el fascismo y el comunismo actúan como hermanos enemigos, alimentándose mutuamente de sus miedos y radicalismos, sugiriendo Nolte que el fascismo posee un "núcleo racional" defensivo frente a la amenaza bolchevique. En este escenario de colapso de las certezas decimonónicas, emergen dos figuras titánicas cuya interpretación del fenómeno totalitario difiere radicalmente en su diagnóstico causal, aunque coinciden en la gravedad del síntoma: José Carlos Mariátegui (1894-1930), desde un marxismo heterodoxo y vitalista en la periferia latinoamericana, y Friedrich A. Hayek (1899-1992), desde el liberalismo austriaco en el corazón de la academia europea. Ambos autores diseccionan el cadáver de la democracia liberal; sin embargo, mientras Mariátegui ve en el fascismo la violenta reacción defensiva de un capitalismo senil y asustado, Hayek identifica en él la culminación lógica y terrible de las ideas socialistas y la planificación económica que, a su juicio, pavimentaron el "camino de servidumbre".
La génesis del fascismo, analizada estructuralmente por Nicos Poulantzas (1976), revela que este fenómeno corresponde a una crisis política particular y a una crisis de ideología dentro de la etapa imperialista del capitalismo, donde la inestabilidad de la hegemonía burguesa requiere una intervención excepcional del Estado. Poulantzas advirtió contra la simplificación de ver al fascismo como una herramienta de los monopolios, proponiendo una visión más compleja sobre las relaciones de fuerza entre clases. No obstante, para efectos de este análisis comparativo, es crucial entender que tanto Mariátegui como Hayek observan este "momento de excepción" con lentes teóricos divergentes. Mariátegui, testigo presencial del ascenso de Mussolini durante su estancia en Italia, utiliza un marco teórico que fusiona el materialismo histórico con el vitalismo de Sorel y Bergson, permitiéndole apreciar no solo la base económica reaccionaria del fascismo, sino también su potencia mítica y emocional, su capacidad de movilizar "el alma" de las masas donde el liberalismo racionalista había fallado.
En contraste, el marco teórico de Hayek, fundamentado en el individualismo metodológico y la teoría económica austriaca, rechaza la interpretación clasista para centrarse en la historia de las ideas y la evolución institucional; para él, el fascismo y el nazismo no son la antítesis del socialismo, sino sus parientes biológicos, hijos de la misma arrogancia constructivista que pretende rediseñar la sociedad desde un centro de poder. Así, el objetivo de este ensayo es desentrañar estas dos lecturas prismáticas: la del revolucionario peruano que ve en el fascismo el "precio" de la defensa capitalista, y la del filósofo austriaco que ve en él el destino inevitable de quien abandona la libertad individual en pos de la utopía colectiva.
I. José Carlos Mariátegui: La "biología" del fascismo y la “psique” del extremista
José Carlos Mariátegui aborda el fenómeno fascista con una lucidez teórica inusual en el contexto peruano de su tiempo, alejándose de las caricaturas simplistas que a menudo circulaban en la izquierda internacional y penetrando en lo que él denomina la "biología del fascismo". Para el Amauta, el fascismo no es un fenómeno superficial, sino la respuesta orgánica y violenta de una sociedad burguesa que ha entrado en descomposición y que ya no puede sostenerse mediante los mecanismos tradicionales de la democracia parlamentaria. En su obra La escena contemporánea, Mariátegui (1925) despliega un análisis donde la crisis de la democracia es, fundamentalmente, la crisis del Estado liberal incapaz de contener el ascenso proletario.
El fascismo aparece entonces como la "contrarrevolución", pero una contrarrevolución que se apropia de las técnicas, la mística y la violencia de la revolución. Mariátegui identifica que el fascismo capitaliza el desencanto de la clase media y la pequeña burguesía, sectores desplazados tanto por el gran capital como por la organización obrera. Su lectura no es meramente economicista; incorpora la dimensión psicológica y espiritual del movimiento, reconociendo en el fascismo una "religiosidad" y un "misticismo" que, aunque reaccionarios, logran llenar el vacío espiritual dejado por el racionalismo liberal. Al observar a Mussolini y a las escuadras fascistas, Mariátegui comprende que el viejo liberalismo está muerto y que la lucha futura se dirimirá entre dos fuerzas que aceptan la violencia como partera de la historia: el fascismo y el socialismo.
Un aspecto central en la disección mariateguiana es el análisis de la figura de Benito Mussolini, no como un accidente biográfico, sino como la encarnación de una psique extremista que transita pendularmente de un polo al otro. Mariátegui no ignora, sino que subraya, el origen socialista del Duce. Recuerda que Mussolini fue el líder de la facción más radical del socialismo italiano, el director del diario ¡Avanti! y un feroz crítico del reformismo parlamentario antes de convertirse en el verdugo de sus antiguos camaradas.
Para Mariátegui, este tránsito no se explica por una mera traición venal, sino por una psicología dominada por el voluntarismo y la acción pura, desprovista de una doctrina sistemática rígida. Mussolini representa el espíritu dionisiaco aplicado a la política: la acción crea la idea, y no al revés. En La escena contemporánea, Mariátegui (1925/2021) perfila esta psique inestable y violenta con agudeza:
Mussolini, como es sabido, es de extracción socialista. [...] Mussolini no era un teórico sino un agitador, un realizador. Su temperamento, su mentalidad, eran extremistas. Mussolini no podía ser en el socialismo sino un revolucionario. Expulsado del partido socialista, no podía dejar de ser un revolucionario. Su espíritu, su carácter, no le consentían una posición media, una actitud mesurada. Mussolini es un hombre refractario al justo medio. (p. 29).
Esta observación es crucial: Mariátegui detecta que la psique del fascismo temprano es, en esencia, la misma psique del extremismo revolucionario, pero invertida en sus objetivos de clase. Lo que define a Mussolini no es el programa —que el fascismo cambia según conveniencia— sino el método: la violencia, el rechazo al parlamento y la fe en la minoría audaz.
La interpretación mariateguiana se sustenta en la convicción de que el fascismo representa el último recurso de la burguesía, una suerte de suicidio de la democracia liberal para salvar la propiedad privada. En sus escritos, Mariátegui (1925/2021) argumenta con contundencia:
El fascismo no es un fenómeno exclusivamente italiano. Es un fenómeno europeo. La clase dominante, la burguesía, siente amagos de descomposición, de laxitud, de senilidad. El régimen democrático y parlamentario se debilita y se desprestigia. La autoridad del Parlamento decrece; la fuerza de los otros poderes del Estado aumenta. La democracia es característica de la época de desarrollo y de plenitud del régimen capitalista. Los síntomas de decadencia de este régimen se manifiestan en una tendencia a la dictadura. La burguesía, en los países donde su dominio es sacudido por la presión proletaria y la crisis histórica, está dispuesta a renunciar al poder político —entregándolo a un caudillo o a un dictador— para conservar el poder económico. (p. 25).
Esta cita es capital para entender su postura: la democracia es una forma histórica, no eterna, ligada al auge del capitalismo; en su declive, el capitalismo se vuelve incompatible con la democracia. Además, Mariátegui observa la figura de Gabriele D'Annunzio y el futurismo como precursores estéticos y espirituales del fascismo, notando cómo el culto a la acción, el peligro y la violencia, propios de la vanguardia artística, fueron cooptados por la reacción política. La "teoría fascista", para Mariátegui, es una construcción a posteriori, una justificación ecléctica de la violencia reaccionaria. Sin embargo, su análisis no subestima al enemigo; reconoce que el fascismo ha sabido crear nuevos mitos y movilizar pasiones, algo que el socialismo reformista y parlamentario, atrapado en la burocracia, había olvidado.
La crítica de Mariátegui al fascismo se entrelaza con su crítica a la socialdemocracia reformista, a la cual acusa de haber pavimentado el camino a la reacción por su tibieza y su apego a la legalidad burguesa. Para él, la respuesta al fascismo no puede ser la defensa nostálgica de un orden liberal caduco, sino la ofensiva revolucionaria. La violencia fascista, simbolizada en el "aceite de ricino" y la porra, desnudó la hipocresía del Estado de derecho, demostrando que cuando los privilegios de clase están en juego, la burguesía no duda en romper sus propias reglas. Mariátegui (1925/2021) expone esta dinámica con claridad quirúrgica:
El fascismo ha opuesto a la violencia revolucionaria la violencia reaccionaria. El fascismo quiere decir, teórica e históricamente, reacción. [...] La clase media, la pequeña burguesía, ha dado al fascismo el grueso de sus prosélitos. Pero el Estado Mayor y la caja de caudales del fascismo han sido suministrados por la banca, la industria y el agrarismo. La reacción necesitaba de una mística, de un estado de ánimo, de un mito popular. (pp. 30-31).
Aquí reside la originalidad de Mariátegui: el fascismo es la alianza pragmática entre el gran capital y la pequeña burguesía frustrada, cementada por un mito irracionalista. A diferencia de los análisis mecanicistas de la Tercera Internacional en sus inicios, que veían al fascismo simplemente como una herramienta dócil del capital financiero, Mariátegui percibe la autonomía relativa de su movimiento de masas y su carácter de "revolución" espiritual contra el materialismo liberal, aunque su fin último sea la preservación del orden económico existente.
II. Friedrich Hayek: el origen socialista del totalitarismo y la fatal arrogancia
Si Mariátegui mira hacia el fascismo y ve el rostro desenmascarado del capitalismo en crisis, Friedrich Hayek mira hacia el nacionalsocialismo y el fascismo y ve el rostro inevitable del socialismo llevado a sus últimas consecuencias. Escribiendo Camino de servidumbre en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, Hayek lanza una tesis provocadora y contra-intuitiva para la intelectualidad de su época: el nazismo y el fascismo no son reacciones capitalistas contra el socialismo, sino desarrollos lógicos de la mentalidad socialista y planificadora.
Para Hayek, la raíz del mal no reside en la propiedad privada o el mercado, sino en el colectivismo, es decir, en la deliberada organización de toda la sociedad hacia un fin social determinado, lo cual requiere inevitablemente la supresión de la libertad individual y el Estado de Derecho. Su marco teórico se basa en la dicotomía entre el orden espontáneo (mercado, common law) y el orden creado o planificado (taxis). Según Hayek, el error fundamental —la "fatal arrogancia"— consiste en creer que la razón humana puede abarcar toda la información dispersa en la sociedad para dirigirla centralizadamente.
En este esquema, el pasado socialista de Mussolini y de gran parte de la cúpula fascista y nazi no es una anécdota biográfica, sino la confirmación empírica de su tesis central: la mentalidad del planificador socialista y la del dictador fascista son idénticas en su rechazo al liberalismo individualista. Hayek destaca cómo en Alemania e Italia, los flujos de militantes entre el partido comunista y el partido nazi/fascista eran constantes y fluidos, pues ambos compartían el mismo tipo de mentalidad gregaria y el odio al "burgués liberal".
Para Hayek, el extremismo de Mussolini no es una cuestión de temperamento "latino", como sugeriría una lectura superficial, sino la consecuencia de una convicción ideológica: la creencia de que la sociedad debe ser organizada militarmente para alcanzar fines superiores. La ruptura de Mussolini con el socialismo internacionalista fue solo táctica; mantuvo intacta la fe en el Estado como el creador de la sociedad. Hayek (1944/2000) argumenta vehementemente sobre esta filiación intelectual y la facilidad de la conversión:
Es necesario tener el valor de decir la verdad: que el fascismo y el nazismo no son una reacción contra las tendencias socialistas de la época precedente, sino el resultado inevitable de aquellas tendencias. [...] La historia de los últimos años, en Alemania e Italia, ha demostrado ampliamente que, para el hombre que ha sido educado en la disciplina de una máquina política, el paso de un partido totalitario a otro es mucho más fácil que el retorno a la libertad y a la responsabilidad individual. (p. 36).
Esta cita encapsula la advertencia central de Hayek: las buenas intenciones de los socialistas democráticos, al promover la planificación económica, destruyen inadvertidamente las bases de la libertad, creando el vacío de poder y la infraestructura burocrática que luego un líder totalitario ocupará con facilidad. No se puede planificar la economía sin planificar la vida de las personas, y en ese proceso, la democracia se convierte en un estorbo.
Además, Hayek profundiza en la psicología del totalitarismo, explicando por qué, en un sistema planificado, "los peores se colocan a la cabeza". La necesidad de un consenso unánime para ejecutar un plan único obliga al líder a buscar el apoyo de los grupos más dóciles, menos críticos y más fáciles de manipular mediante instintos primitivos y odio hacia un enemigo común (el judío, el kulak, el plutócrata). El líder fascista, con su psique extremista, triunfa no porque sea una anomalía, sino porque es el único dispuesto a hacer "lo necesario" (el uso de la fuerza bruta y la arbitrariedad) para que el plan colectivo funcione, algo que el socialista democrático duda en hacer debido a sus escrúpulos morales heredados del liberalismo.
En La fatal arrogancia, obra posterior, Hayek expande esta crítica hacia una dimensión epistemológica y evolutiva, argumentando que el socialismo y el fascismo son un atavismo, un intento de volver a la moral de la tribu pequeña (solidaridad, fines comunes visibles) aplicándola a la "Gran Sociedad" extensa y abstracta. Hayek (1944/2000) advierte sobre la perversión del lenguaje y la ley bajo estos regímenes:
La tragedia de la política colectivista es que, a medida que los fines sociales se hacen más extensos, la libertad del individuo se reduce necesariamente. [...] El principio de que el fin justifica los medios se considera en la ética individualista como la negación de toda moral. En la ética colectivista se convierte necesariamente en la regla suprema; no hay literalmente nada que el colectivista consecuente no tenga que estar dispuesto a hacer si sirve «al bien del conjunto». (pp. 182-183).
Así, para Hayek, el fascismo no es una defensa del capitalismo, sino su destrucción mediante la politización total de la vida económica. La competencia, que para Mariátegui es fuente de anarquía y crisis, para Hayek es el único mecanismo que permite la coordinación sin coerción; al suprimirla, el fascismo instaura el reino de la fuerza bruta.
III. Confrontación de marcos teóricos: materialismo crítico vs. individualismo metodológico
Al confrontar las perspectivas de Mariátegui y Hayek, nos encontramos ante dos diagnósticos de la modernidad que, paradójicamente, coinciden en señalar la insuficiencia del liberalismo decimonónico para enfrentar los retos del siglo XX, pero difieren abismalmente en la terapéutica. Mariátegui opera desde un materialismo histórico enriquecido por el vitalismo; para él, la historia es lucha de clases, pero una lucha impulsada por la fe, el mito y la voluntad heroica. Su marco teórico le permite ver en el fascismo una realidad dinámica, una "biología" en movimiento, y no solo una estructura estática. Entiende que el fascismo ha robado al socialismo su fuego mítico y que la batalla debe darse en el terreno de la hegemonía cultural y la movilización de masas.
La génesis del fascismo es, para Mariátegui, exógena a la clase trabajadora; es la burguesía quitándose la careta, aunque utilice a un exsocialista como Mussolini para ejecutar la tarea sucia. Por el contrario, el marco de Hayek es el individualismo metodológico y el racionalismo crítico (aunque paradójicamente defiende la tradición evolutiva). Para él, la unidad de análisis es el individuo y su capacidad limitada de conocimiento. La génesis del totalitarismo (categoría que engloba fascismo y comunismo) es endógena a las ideas intelectuales dominantes de la época, específicamente el socialismo y el cientificismo. Hayek ve una continuidad intelectual donde Mariátegui ve una ruptura de clase.
Es iluminador observar cómo ambos autores interpretan el papel de la clase media y la figura del líder carismático. Mariátegui (1925/2021) identifica a la clase media como la base social del fascismo, un estrato oscilante y resentido que, careciendo de una conciencia de clase propia, se entrega al servicio de la burguesía bajo la ilusión del nacionalismo, fascinada por la psique extremista y "voluntariosa" de Mussolini. Hayek, por su parte, aunque reconoce la sociología del apoyo nazi, atribuye este fenómeno a la destrucción de la independencia económica de la clase media provocada por la inflación y las políticas intervencionistas previas.
Donde Mariátegui ve una crisis del sistema económico capitalista que requiere superación hacia el socialismo, Hayek ve una crisis provocada por el abandono de los principios del mercado libre en favor de un intervencionismo estatal creciente que culmina en el totalitarismo. La cita de Hayek (1988) en La fatal arrogancia sobre la evolución cultural refuerza esta distancia insalvable:
La disputa entre los defensores del orden espontáneo y los constructivistas socialistas no es una disputa sobre los fines (o, al menos, no principalmente), sino sobre los medios y, en particular, sobre la posibilidad de que los hombres puedan, mediante el uso de la razón, rediseñar la sociedad a su gusto. [...] El socialismo no es solo un error intelectual, sino una amenaza directa a la supervivencia de la humanidad tal como la conocemos, porque socava las bases morales y materiales de la civilización extensa. (p. 32).
Mientras que para Mariátegui el fascismo es la resistencia violenta al progreso histórico (el socialismo), para Hayek el fascismo (y el socialismo) es la resistencia atávica a la evolución civilizatoria (el mercado y la libertad individual).
Finalmente, la divergencia se cristaliza en la concepción del Estado. Mariátegui, aunque crítico del Estado burgués, aspira a la captura del poder para la transformación socialista, viendo en la organización obrera el germen del nuevo orden. No teme al poder colectivo si este es ejercido por la clase revolucionaria. Hayek, en cambio, teme al poder per se cuando este se vuelve ilimitado. Su crítica al fascismo es, en esencia, una crítica a la soberanía ilimitada del Estado, independientemente de quién lo ocupe.
Para Hayek, la distinción entre un Estado fascista y un Estado socialista planificado es de grado y de retórica, no de naturaleza operativa en cuanto a la libertad del individuo. Para Mariátegui, esa distinción es total, pues representa intereses de clase antagónicos; equipararlos sería, desde su óptica, una ceguera histórica imperdonable. Así, las lecturas de Mariátegui y Hayek sobre la génesis y naturaleza del fascismo y el nazismo no son solo interpretaciones del pasado, sino advertencias vivas sobre el futuro, cada una alertando sobre los peligros que, desde su propio prisma ideológico, amenazan la libertad humana: la explotación capitalista disfrazada de nacionalismo para uno, y la servidumbre estatal disfrazada de bienestar social para el otro.
Conclusiones
Las lecturas prismáticas de José Carlos Mariátegui y Friedrich Hayek sobre el fascismo y el nazismo nos ofrecen un mapa conceptual indispensable para navegar las turbulencias políticas de la modernidad. A través del análisis de sus obras y contrastándolas con las perspectivas de Griffin, Poulantzas y el debate Furet-Nolte, hemos evidenciado cómo la génesis del fascismo puede ser entendida simultáneamente como una reacción defensiva del capital y como una deriva totalitaria del pensamiento colectivista. Mariátegui, con su agudeza sociológica, nos advierte sobre la capacidad del poder económico para sacrificar la democracia liberal cuando sus intereses peligran, utilizando el mito y la violencia para cooptar a las masas desorientadas, lideradas por figuras de psique inestable y extremista como Mussolini, cuya volatilidad ideológica es síntoma de la época. Su legado reside en la identificación del componente "biológico" y vital del fascismo, recordándonos que la política no es solo razón, sino también pasión y fe.
Por su parte, Hayek nos lega una advertencia epistemológica y política sobre los peligros de la "fatal arrogancia" y la planificación central. Su tesis de que el fascismo y el comunismo comparten una raíz colectivista que anula al individuo sigue siendo un desafío intelectual potente; para él, el origen socialista de Mussolini no es una paradoja, sino la prueba de que quien busca controlar la sociedad entera terminará recurriendo al terror. Ambas visiones, aunque antagónicas, son complementarias en su capacidad de diagnóstico de la fragilidad de la libertad. Mientras Mariátegui denuncia la hipocresía de una libertad liberal que esconde la dictadura del capital, Hayek denuncia la ilusión de una igualdad socialista que conduce a la dictadura del Estado. En el espejo del fascismo, ambos autores ven reflejados sus peores temores: para el marxista peruano, el fascismo es la barbarie capitalista sin máscara; para el liberal austriaco, es la culminación bárbara de la utopía socialista.
Sin embargo, ninguna de estas dos lecturas prismáticas está exenta de las limitaciones impuestas por sus propios horizontes ideológicos, requiriendo un balance crítico sobre sus alcances históricos. La visión de Mariátegui, al subordinar el fenómeno fascista a la agonía terminal del capitalismo y al destino mesiánico del proletariado, tendió a subestimar la capacidad de resiliencia y reforma de la democracia liberal, que en la segunda mitad del siglo XX logró conjugar libertades políticas con bienestar social sin sucumbir necesariamente a la revolución ni a la reacción. Inversamente, la tesis de Hayek sobre la "pendiente resbaladiza" —donde toda planificación conduce inevitablemente al totalitarismo— ha sido matizada por la experiencia empírica de las socialdemocracias europeas y escandinavas, que demostraron ser capaces de mantener altos grados de intervención estatal sin desembocar en la servidumbre totalitaria ni en campos de concentración.
Así, el verdadero alcance de estas posturas no reside en su capacidad predictiva absoluta, que el tiempo se encargó de matizar, sino en su innegable potencia heurística: Mariátegui nos vacuna contra la ingenuidad de creer que los mercados libres carecen de tentaciones autoritarias en momentos de crisis, mientras que Hayek nos alerta permanentemente contra la arrogancia de creer que se puede acumular poder centralizado indefinidamente sin poner en riesgo la libertad fundamental del individuo.
Referencias
Furet, F., & Nolte, E. (1998). Fascismo y comunismo. Fondo de Cultura Económica.
Griffin, R. (2019). Fascismo: Una introducción a los estudios comparados sobre el fascismo. Alianza Editorial.
Hayek, F. A. (2000). Camino de servidumbre. (J. Vergara, Trad.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1944).
Hayek, F. A. (1988). La fatal arrogancia: Los errores del socialismo. Unión Editorial.
Mariátegui, J. C. (2021). Antología (M. Bergel, Sel.). Siglo Veintiuno Editores. (Obra original publicada en 1925).
Poulantzas, N. (1976). Fascismo y dictadura: La III Internacional frente al fascismo. Siglo Veintiuno Editores.













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