La guerra donde los poetas empuñaron fusiles
- Redacción El Salmón
- 17 jul
- 5 Min. de lectura

Hubo un país —una vez, no hace tanto— donde los poetas empuñaron fusiles. No es una metáfora: George Orwell disparó desde las trincheras de Huesca, Rafael Alberti redactó proclamas con olor a pólvora, Miguel Hernández cargó una pistola y un cuaderno en el mismo bolsillo, y Federico García Lorca fue ejecutado sin juicio entre dos barrancos por escribir lo que pensaba.
La Guerra Civil Española no fue solo una disputa militar por el poder. Fue una guerra cultural, simbólica, ideológica. Fue la batalla definitiva entre dos maneras de entender el mundo: una que soñaba con una España moderna, laica y solidaria; y otra que prefería una España congelada en la obediencia, la cruz y el sable. Por eso, no fue solo una guerra de generales: fue también una guerra de ideas, de libros, de símbolos. Una guerra donde los cañones rugían, pero también los versos.
Fue un enfrentamiento donde se peleaba en las trincheras y en las bibliotecas. Donde se defendía una ciudad con dinamita y con manifiestos. Donde la palabra podía salvar —o condenar— más que una bala. Por eso, la Guerra Civil Española no solo convocó soldados: también atrajo a los poetas. Los que escribían con pluma, los que recitaban en tabernas, los que creían que las palabras podían cambiar el destino de los pueblos. No eran ingenuos: sabían que no basta el verso para frenar al fascismo. Pero también sabían que sin el verso, la lucha estaba incompleta.
El verbo y la sangre
Cuando estalló la guerra, en julio de 1936, Federico García Lorca estaba en Granada. No militaba en ningún partido, no escribía panfletos, ni arengas, ni proclamas. Pero su sola existencia era un desafío. Su teatro, sus romances gitanos, su manera de amar, su forma de caminar por las calles del sur: todo en él era subversivo para los ojos del nuevo orden que asomaba con botas negras.
Fue arrestado por falangistas y fusilado días después. No se conoce su tumba. Su cuerpo sigue, más de ochenta años después, perdido bajo la tierra que tanto amó. A Lorca lo mataron por escribir. Por ser símbolo. Porque en él confluyó la España que leía a Góngora y creía en la libertad. El asesinato del poeta más brillante de su generación fue un acto fundacional del terror: matar la palabra era una forma de tomar el país. Fue una advertencia con tinta y sangre: en la nueva España, el arte sin obediencia era traición.
En el otro extremo del mapa, Rafael Alberti abandonó el teatro y se sumó al Comité de Defensa de la República. Su pluma se convirtió en arma política: escribió discursos, arengas, himnos. Viajó por Europa pidiendo apoyo para una República que se desangraba. María Teresa León, su compañera, también dejó la literatura para organizar bibliotecas móviles en el frente, como si los libros pudieran detener las balas. No era una ilusión: era una afirmación ética. En medio del fuego, llevar un libro a los soldados era decirles que la belleza no había sido destruida del todo.
Miguel Hernández, pastor y autodidacta, se alistó como voluntario en el ejército republicano. No se lo pidieron: fue. Su poesía se volvió trinchera. En las noches de fuego, recitaba versos a los soldados para mantenerlos en pie. En sus poemas no hay oropel: hay barro, carne, fusiles, hambre. Su Viento del pueblo es uno de los testimonios más hondos del dolor colectivo. Terminó preso y enfermo. Murió en una cárcel franquista a los 31 años, escupiendo sangre y dignidad. Su viuda lo visitaba con trozos de cebolla: era lo único que podía llevarle.
Poetas con uniforme
La lista no termina allí. El chileno Pablo Neruda, entonces cónsul en Madrid, se convirtió en un activo defensor de la República. Fue el alma del “Barco Winnipeg”, que en 1939 logró salvar a más de 2,000 refugiados españoles llevándolos a Chile. Neruda, que antes cantaba al amor, empezó a escribir versos con rabia política: Explico algunas cosas, su poema-testimonio de la guerra, sigue siendo un latigazo:
“Venid a ver la sangre por las calles, venid a ver la sangre por las calles…”.
También llegaron los extranjeros. George Orwell, joven escritor inglés, dejó su escritorio y viajó a España para combatir al fascismo. Se alistó en el POUM, fue herido en el cuello y huyó tras ser perseguido por los propios comunistas. Años después escribiría Homenaje a Cataluña, un libro descarnado y lúcido que revela no solo la épica, sino las traiciones internas del bando republicano. Fue una guerra donde la pureza ideológica mataba tanto como los fusiles.
Ernest Hemingway eligió otro rol: el del cronista. En Por quién doblan las campanas, recreó la guerra con una mezcla de romanticismo, crudeza y desencanto. Visitó el frente, bebió con soldados, escribió para el mundo anglosajón sobre lo que ocurría en España. Aunque algunos lo acusan de hacer propaganda, fue uno de los pocos que logró que su país mirara hacia la tragedia.
Y también estuvo César Vallejo. El poeta peruano llegó a España en 1937 como parte de una delegación internacional solidaria con la República. No empuñó un fusil, pero su verbo fue un proyectil. Ya en París había organizado mítines, escrito manifiestos y publicado artículos en defensa del pueblo español. En Madrid, bombardeada y moribunda, Vallejo escribió algunos de sus poemas más desgarradores: España, aparta de mí este cáliz. No eran versos para decorar, sino para gritar. Eran el clamor de un poeta que, sin haber nacido en España, la sufría como si fuera suya.
“España, aparta de mí este cáliz”, escribió Vallejo. Pero no con indiferencia, sino con el asombro sagrado del que ve a un pueblo beber su propia sangre con dignidad.
En Vallejo, la poesía dejó de ser un ejercicio de belleza para volverse un testimonio urgente. No solo denunció el fascismo, también interpeló a la tibieza del mundo, al silencio de las democracias europeas, al cinismo de los neutrales. Murió un año después, en abril de 1938, enfermo y agotado, como si hubiera absorbido todo el sufrimiento de esa guerra que no era suya, pero que sintió como propia. Como si llevar a España en el alma —como tierra injustamente herida— hubiese terminado por matarlo.
La palabra como resistencia
A medida que el franquismo se consolidó, la palabra escrita se volvió una forma de resistencia. El exilio fue un exilio también de la lengua. Alberti, León, Bergamín, Max Aub, María Zambrano: todos ellos escribieron desde el desarraigo. La derrota no mató su voz, pero la desterró. Cada uno cargó su biblioteca a cuestas y buscó un rincón del mundo donde seguir escribiendo sin renunciar a sus convicciones.
Los franquistas ganaron la guerra, pero no supieron qué hacer con la poesía. Intentaron reemplazarla por himnos, propaganda, liturgia. Pero el vacío que dejaron los poetas muertos o exiliados fue irreemplazable. La España oficial fue de misa, caudillo y censura. La otra, la silenciada, fue de cartas escondidas, versos manuscritos y memorias clandestinas. Una España subterránea donde aún se recitaban poemas prohibidos como un acto de fidelidad íntima.
¿Por qué empuñaron fusiles los poetas?
No lo hicieron por romanticismo. Lo hicieron porque entendieron que las palabras, solas, no bastaban. Porque vieron que el fascismo no solo quería tomar el poder: quería borrar el pensamiento. Y si era necesario morir con una pluma en una mano y una pistola en la otra, algunos estuvieron dispuestos a hacerlo.
Hoy, cuando ciertos discursos insisten en “superar el pasado”, en “no remover heridas”, conviene recordar que hubo una guerra donde los poetas no se escondieron. Donde la literatura no fue evasión, sino trinchera. Donde morir por una idea no fue una metáfora. Porque hubo una vez una guerra en España. Y en ella, la poesía también combatió. Y aunque perdió la guerra, no ha sido derrotada del todo.
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