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Herodes, cuando el poder inventa al enemigo


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Cada 28 de diciembre se cuentan bromas. Se celebran engaños pequeños, mentiras sin consecuencias, risas permitidas por el calendario. El Día de los Inocentes parece una licencia para el juego. Pero su origen es otro, mucho más incómodo. Remite a un episodio de violencia extrema atribuido al rey Herodes, un gobernante que decidió matar no por lo que se había hecho, sino por lo que podía llegar a hacerse.


La historia suele presentar a Herodes el Grande como un personaje bíblico secundario, una figura oscura asociada a un solo acto brutal. Sin embargo, visto con distancia histórica, Herodes encarna algo más persistente y perturbador: una forma de ejercer el poder que necesita inventar al enemigo para justificar su castigo. Antes de que existieran códigos penales modernos, tribunales constitucionales o doctrinas de seguridad nacional, Herodes ya había puesto en práctica una lógica que atravesaría los siglos: castigar no el hecho consumado, sino la amenaza imaginada; no el delito probado, sino el futuro temido.


Un rey real, documentado y temido


Herodes gobernó Judea entre el 37 y el 4 antes de nuestra era. No fue una invención de los evangelios ni un símbolo abstracto del mal. Fue un gobernante histórico, nombrado rey por el Senado romano y sostenido por Augusto. La principal fuente extrabíblica sobre su reinado es Flavio Josefo, historiador judío del siglo I, quien lo describe como un político astuto, constructor ambicioso y, al mismo tiempo, profundamente paranoico.


Josefo relata con detalle una secuencia de ejecuciones que no deja lugar a dudas sobre el modo de gobierno de Herodes. Mandó matar a su esposa Mariamme, a su suegra Alejandra, y a tres de sus hijos. No por rebeliones consumadas, sino porque los consideró potenciales amenazas a su trono. En su lógica, la sangre derramada era una forma de prevención. Mejor eliminar al posible rival hoy que enfrentar la conspiración mañana.


Cuando el Evangelio de Mateo narra la orden de matar a los niños de Belén tras el anuncio del nacimiento de un “rey de los judíos”, los historiadores discuten el alcance del episodio, pero coinciden en algo esencial: el relato es verosímil. No contradice, sino que encaja con el patrón de conducta de Herodes. No se trata de una excepción, sino de una prolongación lógica de su modo de ejercer el poder. El crimen no era haber hecho algo. El crimen era poder llegar a hacerlo.


Castigar la posibilidad


En Herodes aparece una idea que atravesará siglos: el poder no espera a que el delito ocurra. Actúa antes. La amenaza no necesita materializarse. Basta con que exista como posibilidad. Esa lógica es antigua, pero no primitiva. Es sorprendentemente sofisticada.


Durante la Edad Media, los tribunales inquisitoriales retomaron esa misma matriz. La herejía no siempre se castigaba por actos concretos, sino por creencias, inclinaciones o sospechas. El castigo se adelantaba al daño. La justicia se convertía en una forma de profilaxis moral.

Con la modernidad, lejos de desaparecer, la justicia preventiva se refinó. Cambió de lenguaje, adoptó ropajes legales, pero mantuvo su núcleo intacto.


La sospecha como delito en la era moderna


A lo largo del siglo XX, los Estados aprendieron a aplicar la lógica del castigo anticipado con una eficacia inédita. Ya no se trató de decisiones personales tomadas por un monarca temeroso, sino de políticas públicas sostenidas por leyes, decretos y aparatos administrativos. La anticipación del delito dejó de ser una excepción y comenzó a presentarse como una forma legítima de protección del orden.


Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ofreció uno de los ejemplos más documentados de esta transformación. En 1942, el gobierno federal ordenó el internamiento de más de 120 mil personas de origen japonés que vivían en la costa oeste del país. La mayoría eran ciudadanos estadounidenses. No hubo acusaciones individuales ni juicios. El criterio fue colectivo y preventivo: podían colaborar con el enemigo en el futuro. La pertenencia étnica fue convertida en indicio de peligrosidad. Décadas más tarde, investigaciones oficiales y una disculpa formal del Estado reconocieron que aquella política no se basó en pruebas, sino en el miedo y el prejuicio.


Con el fin de la guerra, esa misma lógica no desapareció, sino que se reconfiguró. En el contexto de la Guerra Fría, la sospecha ideológica pasó a ocupar el lugar que antes había tenido la pertenencia nacional. En Estados Unidos, el macartismo instauró un clima en el que la afinidad política, real o supuesta, bastaba para ser investigado, marginado o expulsado de la vida pública. Profesores, funcionarios, artistas y científicos fueron sancionados no por violar la ley penal, sino por representar una amenaza futura al orden establecido. El castigo se adelantó a la acción, y la lealtad potencial se convirtió en objeto de vigilancia.


Bush y la doctrina del ataque anticipado


Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, la justicia preventiva se transformó en doctrina oficial. El gobierno de George W. Bush formuló abiertamente el principio del ataque preventivo: Estados Unidos no esperaría a ser atacado; actuaría antes, frente a amenazas potenciales.


La invasión de Irak en 2003 se sostuvo sobre esa base. No se probó la existencia de armas de destrucción masiva, pero se afirmó que podrían existir. No se demostró un vínculo operativo con Al Qaeda, pero se sostuvo que podría darse. El resultado fue una guerra iniciada contra un futuro imaginado.


Guantánamo se convirtió en el símbolo jurídico de esa lógica. Personas detenidas indefinidamente, sin cargos formales, sin juicio, bajo la categoría de “combatientes enemigos”. No por lo que habían hecho, sino por lo que podrían representar. Herodes ya no empuñaba una espada; ahora firmaba memorandos.


América Latina y la prevención como costumbre


En América Latina, la justicia preventiva adoptó formas particularmente crudas. Durante las dictaduras del Cono Sur, miles de personas fueron detenidas, torturadas o desaparecidas por su militancia, su profesión o su pertenencia a ciertos espacios sociales. El delito era existir como posibilidad política. La represión no reaccionaba; se anticipaba.


Incluso en regímenes democráticos, la prisión preventiva se volvió muchas veces regla y no excepción. Personas encerradas durante años sin sentencia, bajo la presunción tácita de que dejarlas libres implicaría un riesgo futuro. La justicia dejó de mirar pruebas y comenzó a gestionar temores.


El caso Perseo y el delito del mañana


En el Perú, el llamado caso Perseo llevó esta lógica a uno de sus momentos más controvertidos. Se trata de un proceso ampliamente cuestionado por juristas, organismos de derechos humanos y sectores académicos, precisamente porque las imputaciones no se apoyaron de manera central en hechos consumados, sino en suposiciones sobre conductas futuras. La persecución penal se estructuró alrededor de la idea de que determinadas personas podían reorganizarse, influir políticamente o reincidir, desplazando el eje del juicio desde la prueba hacia la conjetura.


En ese marco, el proceso terminó por invertir el principio básico del derecho penal: ya no se juzgó lo ocurrido, sino lo que el Estado afirmó temer que ocurriera. El encierro dejó de ser una consecuencia de actos probados y pasó a funcionar como un mecanismo de neutralización anticipada. El futuro, convertido en sospecha, ingresó de lleno al expediente judicial.


Herodes murió hace más de dos mil años, pero su razonamiento sigue vivo. Cambió el vocabulario, se volvió técnico, se llenó de informes, peritajes y escenarios hipotéticos. Hoy se le llama derecho penal del enemigo. No se dirige a ciudadanos, sino a sujetos definidos previamente como amenaza; no protege derechos, los suspende; no espera el delito, lo anticipa. Sin embargo, la idea central permanece intacta: mejor castigar al inocente potencial que arriesgarse al culpable real.


El 28 de diciembre no recuerda una broma. Recuerda el momento en que el poder decidió que la posibilidad también puede ser delito. Y que, en nombre del orden, el futuro puede ser juzgado antes de existir.

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