Sobre la cuestión constitucional del Perú: una revisión del autogolpe al presente
Un espectro recorre el Perú: el espectro de una nueva constitución. En las calles y en las redes sociales, en los periódicos y en los noticieros, en la última campaña presidencial así como en las oficinas del gobierno de turno se exige, se desestima, se promete y se ignora respectivamente una cuestión: la cuestión constitucional. Cuanto menos desde noviembre del 2020, desde las protestas contra Manuel Merino y contra la usurpación del poder político por parte del Congreso, la idea de una nueva constitución se ha convertido en una demanda popular. Desde entonces, no hay protesta ciudadana considerable donde no resuene, por momentos, esta exigencia.
Tampoco es casualidad que tal haya sido una de las promesas con las cuales Pedro Castillo logró salir elegido como presidente de la República en el 2021, vale decir, en el Bicentenario de nuestra Declaración de Independencia. Hasta cierto punto, la campaña electoral de Castillo se basó en la promesa de convocar una asamblea constituyente. Muy a pesar del frenesí mediático que profetizaba el advenimiento implacable de una distopía comunista con la finalidad de polarizar, asustar y azuzar a la población, el resultado acabó por darnos poco más que la desazón propia de otro fracaso político.
La esperanza de una transformación social profunda capaz de reivindicar al Perú quedó tan vacía y latente como la promesa de promulgar una nueva Carta Magna. Y sin embargo, a la manera de un espectro, la cuestión constitucional reaparece y seguirá reapareciendo, una y otra vez, ante la corrupción sistémica de nuestra clase política, ante la violencia criminal de sus esbirros en uniforme y ante la fortuna ominosa de sus mecenas y titiriteros. La cuestión constitucional reaparecerá muy probablemente en las próximas elecciones y, si la crisis no se resuelve, habrá de reaparecer también en las subsiguientes. Así pues, es necesario pensar y esclarecer qué significa – en realidad – la idea de darnos democráticamente una nueva constitución.
Contexto histórico
Con la finalidad de identificar el trasfondo de la cuestión, conviene recapitular. La actual Constitución Política del Perú se remonta a 1992, el año del comienzo de la dictadura de Alberto Fujimori. Tras haber disuelto el parlamento a través de un histórico autogolpe, Fujimori forjó una constitución que, después de ser ratificada por un referéndum consultivo, fue aprobada por el Congreso Constituyente Democrático en 1993. Es importante recordar que este documento se alinea no solo cronológica, sino también ideológicamente con las políticas de neoliberalización de la economía peruana, las cuales se remontan al así llamado “Fujishock” de 1990. En efecto, frente a la hiperinflación sin precedente que heredamos del primer gobierno de Alan García, la terapia de choque fujimorista tenía el objetivo de estabilizar la economía del Perú drásticamente.
Sus medidas incluían, entre otras: la austeridad fiscal; la abolición de mecanismos proteccionistas que pretendían favorecer a la industria nacional; el sinceramiento y con ello el incremento súbito y colosal de precios en los sectores privados y públicos; la apertura irrestricta al flujo de inversiones extranjeras, las cuales habrían de centrarse sobre todo en el extractivismo minero; y la privatización masiva de empresas públicas, cuyas consecuencias nefastas se hacen patentes hasta hoy, verbigracia, en los sectores del transporte y de la educación superior. Con todo ello no se logró reducir substancialmente la pobreza ni se sentaron tampoco las bases estructurales para un “chorreo” que redistribuya paulatinamente la creciente riqueza del país, pero sí puede decirse que nos estabilizamos macroeconómicamente.
Las décadas siguientes habrían de presenciar un crecimiento ininterrumpido del PBI, al punto que se hablaría incluso de un “milagro peruano”. Y si bien se trata de un indicador abstracto que fetichizamos todavía con un acrónimo tan autoritativo como ilusorio, es innegable que la situación económica del país ha mejorado considerablemente desde entonces – cuanto menos para ciertos segmentos de la población. En retrospectiva, puede decirse que la Constitución del 93 sirvió como un mecanismo de consolidación del rumbo económico que el Perú habría de adoptar. No debiera sorprender entonces que, cuando se discute la idea de modificar, renovar o cambiar por completo la constitución, uno de los puntos más álgidos en la opinión pública sea justamente el tema económico.
Hasta cierto punto, es comprensible que exista tal preocupación constitucional por la economía y por el destino económico del Perú. De hecho, desde una perspectiva sociológica, no es exagerado sostener que las sociedades modernas se caracterizan por una primacía de la esfera económica sobre la esfera política, lo cual contrasta ciertamente con la estructura propia de sociedades tradicionales. Después de todo, las revoluciones en Francia y en los Estados Unidos – símbolos canónicos del ocaso del ancien régime y del alba de la Modernidad – fueron revoluciones mediante las cuales la burguesía intentó emanciparse del yugo político de la nobleza.
En ambos casos, el proyecto de fundar una república donde impere la soberanía popular pretendería erigirse en oposición al régimen monárquico. Y a falta de una revolución política, en Inglaterra habría de gestarse un sustituto económico que transformaría de manera decisiva la estructura social del mundo, a saber: la revolución industrial. En base a este trasfondo histórico, la doctrina liberal puede afirmar, por ejemplo, que no es el Estado el que debe controlar las dinámicas del mercado, sino que es más bien la institución del mercado la que ha de imponerle límites estrictos a la acción estatal.
En sociedades donde la política mantuviera aún su predominio tradicional sobre la economía, tal afirmación sería ininteligible. Por el contrario, en sociedades donde impera el modo de producción capitalista bajo la égida del “libre” mercado, la carga de la prueba suele recaer sobre quienes osen poner en tela juicio la veracidad de aquel dogma económico.
Sin embargo, y esto es crucial, la importancia de la economía en el mundo moderno no justifica reducir la constitución a un mecanismo que sirva de manera eficiente al mercado. Permítaseme explicar.
La dimensión política de la constitución
Frente a una primacía social de la economía, es necesario insistir en que una constitución escrita – esta “tecnología política” de la era moderna – no tiene principalmente la función de garantizar el bienestar económico de un país. Se trata, antes bien, de un esfuerzo institucional por autolimitar el ejercicio del poder político y prevenir abusos que conlleven a la formación de regímenes tiránicos, despóticos, autoritarios o totalitarios. Tal es, a grandes rasgos, el sentido fundamental del constitucionalismo. No en vano uno de los mecanismos constitucionales modernos por excelencia es la división de poderes.
Entendido à la Montesquieu, este principio apunta justamente a una autolimitación en el ejercicio del poder estatal. Y para ello, es indispensable que el Poder Ejecutivo se plasme en el marco de lo que determinan el derecho y la ley. En una república, ni el presidente ni el premier ministro pueden estar por encima de la ley. De igual modo, en una monarquía constitucional ni el rey ni el emperador tienen derecho a posicionarse por encima del parlamento ni de los tribunales de justicia. En lo que respecta al concepto moderno de una constitución política, un escenario donde el Ejecutivo se imponga de manera unilateral sobre sus contrapartes, el Legislativo y el Poder Judicial, sería un escenario a todas luces anticonstitucional, porque estaría violando el principio de división de poderes. De hecho, la única figura legal que permite bypasear la sujeción del poder ejecutivo a las regulaciones normales del orden jurídico es la figura del estado de excepción, tal como se estipula en el Artículo 137 de nuestra Constitución. Mas aquí, como en tantos otros casos, la excepción sirve para ilustrar y confirmar la regla.
A propósito de la autolimitación del poder estatal, es evidente que la realidad efectiva de la Constitución del 93 no está a la altura de los estándares propios de una constitución moderna. Todos los presidentes desde la promulgación de la Constitución han sido, están siendo o han de ser procesados penalmente. Las pocas excepciones son, hasta ahora, Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, los cuales – dicho sea de paso – no fueron elegidos para el cargo mediante el voto popular. Alan García, quien se suicidó cuando los representantes de la ley le tocaron la puerta, no representa siquiera un intento de excepción. En cualquier caso, es más que dudoso que la Constitución del 93 haya permitido una prevención efectiva de abusos de poder, especialmente por parte del Ejecutivo.
Para tomar un ejemplo concreto: puede debatirse hasta qué punto el Artículo 39, al conferirle al Presidente de la República “la más alta jerarquía en el servicio a la Nación”, da licencia a que el Ejecutivo se erija, soberano, sobre sus contrapartes institucionales y, por implicación, sobre la voluntad popular. Puede debatirse incluso en qué medida tal sistema presidencial representa o no un residuo monárquico, el cual irónicamente, a la manera de la Constitución de los Estados Unidos, moldea las potestades del presidente en función a la figura dieciochesca del rey de Gran Bretaña. En nuestro contexto republicano, puede debatirse hasta qué punto el Artículo 39 mantiene viva, o no, la herencia decimonónica del caudillismo, cuyo credo reza que la autoridad última del Estado ha de concentrarse en un solo hombre, y tanto mejor si este es de mano dura, marcial e implacable.
Lo que no está sujeto a debate, porque no se puede negar, es que la Constitución del 93 fue el marco jurídico en el cual Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos fueron capaces de desplegar, desde un inicio, su régimen dictatorial. Muy a pesar del Artículo 1, el cual postula la “defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad” como “el fin supremo de la sociedad y del Estado”, fue en el marco de esta nuestra Constitución aún vigente que se realizaron las más atroces y sistemáticas violaciones de derechos humanos por parte de autoridades estatales en el Perú desde la segunda mitad del siglo XX.
Asimismo, fue en el marco de esta Constitución que Alan García y Mercedes Cabanillas dieron lugar a la masacre de Bagua en el 2009. Fue en el marco de esta Constitución que, bajo la autoridad de Manuel Merino, las fuerzas policiales asesinaron a Brian Pintado e Inti Sotelo en el 2020. Fue en el marco de esta Constitución que, entre diciembre del 2022 y enero del 2023, el régimen de Dina Boluarte exterminó – todavía impune – a alrededor de 50 civiles, incluidos menores de edad. Y es en el marco de esta Constitución que se gesta actualmente una suerte de tiranía parlamentaria. Porque el Congreso, tras capturar y coactar al Ejecutivo, está atentando contra algunos de nuestros mecanismos más básicos de regulación y legitimación del poder político, a saber: la autonomía constitucional del Ministerio Público, de la Junta Nacional de Justicia (JNJ) y del Jurado Nacional de Elecciones (JNE). Con todo ello, se pone en tela de juicio no solo la independencia e imparcialidad del Poder Judicial, sino también la posibilidad misma de que exista un balance entre los distintos poderes del Estado.
Se constata entonces que, en lo que respecta a la regulación del poder político, la Constitución del 93 ha fracasado desde sus orígenes espurios. Y la historia de tal fracaso tiende a repetirse: primero como tragedia, ahora como farsa. Para decirlo brevemente: sobre la estructura y la configuración fundamental del Estado peruano se cierne aún la larga sombra de la dictadura finisecular.
No obstante, vale la pena enfatizar que dicha herencia dictatorial, lejos de ser una trivialidad, contribuye a mostrar las limitaciones propias de enfoques meramente reformistas. La pregunta es, grosso modo, la siguiente: Si la Constitución ha fracasado y sigue fracasando políticamente, ¿por qué no sería suficiente reformarla? ¿Por qué el afán popular de querer a toda costa una nueva constitución como producto de una asamblea constituyente? No es preciso olvidar que el Artículo 32 permite someter a referéndum una “reforma total o parcial de la Constitución”, y el Artículo 206 confiere la iniciativa de reforma constitucional a grupos ciudadanos que superen el 0.3% de la población electoral. ¿Por qué no contentarse, pues, con un cambio constitucional que se geste a partir de reformas parciales? De hecho, ha habido hasta ahora 30 leyes de reforma constitucional que han permitido modificar, corregir, enmendar o complementar diversos artículos de la Carta Magna. Así, pudiera afirmarse que la Constitución – sin dejar de garantizar seguridad jurídica y con ello una continuidad en el orden político – ha sido “responsiva” frente a las necesidades cambiantes de nuestra sociedad. Véase, por ejemplo, la Ley 30588 que “reconoce el acceso al agua como derecho constitucional”, o la Ley 31097 que pretende fortalecer el sector educativo al estipular en la Constitución que “el Estado invierte anualmente no menos del 6% del PBI” en educación. Una crítica evidente sería que estas reformas o no se cumplen o no rinden frutos: El río Rímac, la principal fuente de agua de Lima y por ende de cerca de un tercio de la población nacional, está fuertemente contaminado por metales pesados, y la educación pública sigue siendo paupérrima.
Asimismo, y esto es más grave, otras reformas constitucionales no han sido una expresión fidedigna de la soberanía popular, sino más bien instrumentos diseñados para beneficiar a la élite política en detrimento de nuestra voluntad democrática. Piénsese tan solo en la reforma que reestablece la bicameralidad en el Congreso. Esta reforma constitucional se aprobó, muy a pesar de que la bicameralidad – institución que puede ser considerada como un vestigio monárquico – haya sido rechazada en el referéndum del 2018 con un 90% de votos en contra. De este modo, no pareciera exagerado sostener que la vía reformista también ha fracasado miserablemente. Y si tal es el caso, poco sorprende que se exijan ahora cambios más radicales.
La dimensión ética de la constitución
Una analogía puede servir para ilustrar y profundizar en el problema que nos atañe. La constitución, podría decirse, funciona como una promesa del Estado. Mediante una constitución escrita, el Estado se compromete públicamente a garantizar una serie de derechos a sus ciudadanos y ciudadanas. No en vano los Capítulos I-III del Título I de la Constitución del 93 son básicamente un catálogo de derechos fundamentales, sociales, económicos y políticos. De manera consecuente, en el Título II, Artículos 43 y 45 se define al Perú como una República “democrática, social, independiente y soberana”, donde el “poder del Estado emana del pueblo”.
Luego, el Título III delinea un régimen económico que – en el mejor de los mundos posibles – haya de brindar las condiciones materiales necesarias para que nuestros derechos fundamentales puedan hacerse realidad. Es importante notar que con ello se establecen ciertos límites a la acción estatal. Verbigracia: El Artículo 70 sentencia que, en principio, el “derecho de propiedad [léase: propiedad privada, R.M.] es inviolable”; y el Artículo 83 delega el ejercicio de la política monetaria al Banco Central de Reserva. A continuación, se encuentra el Título IV, el cual versa sobre la estructura del Estado. Este Título comprende 110 Artículos y es de lejos la sección más voluminosa de toda la Constitución. Su objetivo principal consiste en determinar las funciones, potestades, procedimientos y por ende también límites que le competen a los distintos poderes del Estado, así como a sus entidades autónomas e independientes, vale decir: la JNJ, el Ministerio Público, la Defensoría del Pueblo, el JNE, la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) y el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (RENIEC).
Finalmente, el Título V incluye al Tribunal Constitucional como institución que debe proteger, valga la redundancia, nuestras garantías constitucionales. Se hace patente, pues, que el compromiso propio de una constitución moderna es el compromiso del Estado a garantizar determinados derechos mediante una estructura institucional de controles y contrapesos en el ejercicio del poder político. Tal es, si se me permite el término, la esencia de la promesa constitucional de un Estado moderno. A través de una constitución escrita, el Estado promete el establecimiento de una sociedad mejor. En tal sentido, la constitución – a la manera de una promesa – posee un carácter simbólicamente “prefigurativo”, el cual brinda expresión a aquello que, en un futuro, queremos llegar a ser como sociedad.
Evidentemente, el problema es que una promesa, para hacer efecto, requiere ciertas condiciones de fondo. A modo de digresión, conviene recordar que las promesas no son enunciados que pretenden describir la realidad de modo fidedigno. “La Tierra gira alrededor del sol” es, por ejemplo, una proposición que sí pretende describir fidedignamente la realidad. Y para ser verdadera, es obvio que dicha proposición debe adaptarse a o corresponder con la realidad. En cambio, hay “actos de habla” cuya finalidad no es describir el mundo, sino más bien transformarlo. Cuando un réferi señala que se cobra penal, porque hubo una falta en el área, la realidad se adapta a su enunciado y, en efecto, se cobra penal. Cuando una jueza decreta que el acusado es un criminal, este se vuelve un criminal. Cuando la alcaldesa de una municipalidad declara a la pareja marido y marido, ambos se convierten en maridos. Cuando el ladrón a mano armada exhorta a que le den billeteras, carteras y celulares, la gente tiende a acatar la orden. Etcétera. En tales casos, las palabras generan cambios en el mundo. No es difícil ver que las promesas funcionan de manera análoga: si prometo pagar una deuda, realizar un encargo o enmendar un daño, no estoy describiendo un estado de cosas previo, sino que estoy estableciendo sobre mí mismo una nueva norma social, vale decir: un compromiso.
Ahora bien, ¿qué ocurre si un fan apasionado no está de acuerdo con el réferi y dice que, a la firme, eso no es penal? ¿Qué sucede si el acusado asevera que él, en verdad, es inocente? ¿Qué pasa si no hay una ley que sancione la unión civil de dos personas del mismo sexo? ¿O qué hará la gente si se da cuenta de que el ladrón tiene solo un arma de juguete? La respuesta es simple: Aquellos actos de habla no surtirán efecto, porque la persona que los enuncie carecerá de la autoridad requerida para – literalmente – efectuarlos.
De igual modo, ¿qué ocurre si nunca pago mis deudas, nunca realizo mis encargos ni enmiendo los daños que he cometido? Lo más probable es las personas con las que interactúo dejen de confiar en mí y, por tal razón, también dejen de aceptar mis promesas. Con el tiempo, quien no cumple lo que promete pierde el reconocimiento y la autoridad ética para prometer. Porque las promesas presuponen una condición de fondo crucial, a saber: la confianza en la persona que se compromete a llevar a cabo tal o cual acción determinada.
¿Qué sucede entonces – y con esto vuelvo sobre el asunto en cuestión – si el Estado no cumple con su promesa constitucional? ¿Qué pasa si la Constitución ha sido usada desde un principio como una “coartada simbólica” para legitimar a quienes ostentan de turno el poder? ¿Qué hará la gente que pierda la confianza en la Constitución vigente y, acaso, en la capacidad misma del Estado para prometer? Una vez más: Poco sorprende que se exijan cambios más radicales.
Después de todo, la esperanza que se deposita en una nueva constitución y, para ser más preciso, en un nuevo proceso constituyente no pareciera ser sino la esperanza en renovar la autoridad ética del Estado para poder darnos verosímilmente la promesa de una sociedad mejor. Esto implicará, sin duda, un proceso democrático de largo alcance, cuya concreción paulatina habrá de requerir por su parte diálogo, negociación, acuerdo, contestación y compromisos políticos “sin atajos”. El riesgo de que el proceso constituyente se desvirtúe o fracase será perenne, tal como nos lo muestra el ejemplo de Chile. Y habrá intereses particulares al acecho que querrán, como de costumbre, quedarse con más de lo que democráticamente les corresponde. No habrá solución fácil ni libre de sacrificios, pero al mismo tiempo sabemos demasiado bien que mantener este rumbo de naufragio tampoco es solución, sino una receta para el desastre. ¿Por dónde comenzar?
La dimensión jurídica de la constitución
He insistido repetidas veces en que uno de los propósitos principales de la constitución es autolimitar el ejercicio del poder político. No obstante, vale la pena enfatizar que el sentido de una constitución moderna no se reduce solamente a una serie de mecanismos institucionales de control y contrapeso que impongan límites a la acción estatal. Si bien las constituciones restringen, prohíben y – en sentido lato – penalizan ciertos comportamientos por medio de obligaciones legales justiciables, estas también hacen posible, permiten y empoderan el accionar de los sujetos jurídicos al conferirles derechos fundamentales. Es notable por ejemplo que H. L. A. Hart, uno de los filósofos del derecho más importantes del siglo XX, indique que la mayor parte de la vida jurídica no se desenvuelve dentro, sino más bien fuera de los tribunales de justicia.
En efecto, el derecho se hace patente en los domicilios, en el mercado laboral y en el mercado de consumo, en las urnas, en los parlamentos y en la burocracia estatal, en las calles, en la sociedad civil y en la esfera pública. Porque en cada uno de estos ámbitos de la vida social existe ciertamente una reglamentación legal que estipula determinados derechos y deberes.
Ahora bien, vale la pena acotar que los derechos – a diferencia de los deberes – no poseen un carácter estático. Todo lo contrario: Los derechos hacen posible el establecimiento de obligaciones legales. Los derechos permiten modificar, suprimir o renunciar a ciertas obligaciones legales existentes. Los derechos empoderan a las personas no solo a exigir la aplicación de una norma jurídica, sino también a crear nuevas normas, es decir, a transformar el corpus normativo vigente – sea de manera directa (por ejemplo: mediante contratos) o indirecta (mediante la representación política y el recurso a las cortes). Para decirlo en una palabra: Los derechos ponen en marcha la dinámica jurídica que caracteriza a los órdenes políticos modernos.
Vista desde esta perspectiva, la constitución funciona como un trasfondo o, si se prefiere, como una matriz que estructura, regula y configura el establecimiento (y aplicación) de normas jurídicas. Así, el derecho constitucional es aquel ámbito donde se determinan las reglas y procesos legales correspondientes para instaurar nuevas reglas y procesos legales. Esto significa que en la constitución y, por ende, en la determinación de los derechos fundamentales que nos corresponden como ciudadanas y ciudadanos se juega nada menos que el derecho a ejercer – democráticamente – nuestros derechos. En términos técnicos, puede afirmarse incluso que los derechos fundamentales representan nada menos que derechos de sublación. Es decir, se trata de derechos cuyo ejercicio permite al mismo tiempo negar, preservar y superar el estado actual del orden jurídico. Derechos cuyo fundamento es, asimismo, la idea moderna de igualdad entre los seres humanos como participantes que pertenecen y contribuyen a constituir una misma comunidad política.
Si uno toma en serio el concepto de derechos fundamentales, entonces resulta evidente que su ejercicio forma parte de un proceso constituyente ininterrumpido, de una dinámica jurídica que se gesta en el día a día de nuestra vida política, institucional e incluso cotidiana. Es crucial enfatizar este punto: La constitución no es un documento que se promulga una vez y queda fijado con rigidez perentoria. Se trata, antes bien, de un texto vivo, cuya realidad efectiva se manifiesta en la totalidad del sistema jurídico. Hay algo de la constitución en cada contrato laboral, en cada ley, en cada decisión judicial y en cada acto administrativo. Hay algo de la constitución en la esfera pública, en la sociedad civil y en los movimientos sociales que luchan por conservar, ejercer, recuperar o renovar sus derechos. Hay algo de la constitución también en sus ausencias: en la informalidad, en la corrupción, en el abuso y en la violencia estatal.
En esencia, la constitución forma parte de un proceso y, para ser más preciso, de una praxis constituyente que mantiene, reproduce o transforma de manera constante el orden social. Con ello, la constitución misma también se revela como un texto sujeto a cambios y modificaciones. No solo en su literalidad, sino también en su interpretación y, de manera más profunda, en su significado. En efecto, ¿qué significa vivir aún bajo la Constitución del 93 – después del régimen aciago de Fujimori y la mácula inexpugnable de sus crímenes? ¿Qué significa vivir bajo una Constitución que, ahora mismo, está siendo manipulada por la derecha política con fines abiertamente anticonstitucionales? Si es cierto que, a lo largo de la historia, el cambio constitucional es un proceso virtualmente inevitable, ¿qué significa que sea una élite política sin escrúpulos ni principios la que dictamina, ahora mismo, el curso de este proceso? Y todo ello acaece, por lo demás, en detrimento de nuestros derechos fundamentales.
Para poder funcionar, la praxis constituyente no puede ser sino un proceso abierto e inacabado, el cual poseerá, por ello mismo, un elemento ineluctable de incertidumbre. Justamente en virtud de su naturaleza incierta, es necesario que la praxis constituyente, a través de la cual haya de definirse y desplegarse la dinámica jurídica de producción del derecho, esté anclada a una osamenta institucional estable que, a su vez, sea capaz de expresar nuestra voluntad democrática. A lo largo del presente texto he querido mostrar que la Constitución del 93, en sus múltiples dimensiones, no le hace justicia a esta exigencia política.
En el alba del largo siglo XIX, América Latina fue una de las partes del mundo donde se desplegó con mayor vigor aquella “fiebre constitucional” que habría de seguir el ímpetu propio de las revoluciones en Estados Unidos y en Francia. Impulsada por los vientos revolucionarios sin precedentes de Haití, la marea independentista no tardaría en inundar el aparato colonial europeo que subyugaba, hasta entonces, a nuestro subcontinente. La ardua lucha por la independencia y la autodeterminación daría lugar, después de décadas de esfuerzo y sacrificio, a la fundación de nuevas Repúblicas. Y nuestras “Repúblicas del Nuevo Mundo” habrían de jugar un rol para nada marginal en la historia universal de las repúblicas modernas. América Latina fue en aquel entonces una tierra de revolución y, sobre todo, de experimentación política, donde elecciones, milicias y la esfera pública desempeñarían un papel crucial en la constitución de nuestros distintos proyectos nacionales.
Sin duda, la nuestra es una historia donde la grandeza se ha entrelazado con el fracaso; y la valentía con el sinsabor de repetidas desilusiones. A nuestras propias crisis internas hay que sumar el hecho de que ni la herencia colonial ni la colonialidad del poder ni las distintas presiones imperiales del Global North han sabido ni querido contribuir con una causa común. A dos siglos de nuestras independencias, reina todavía un espíritu de servidumbre en Latinoamérica, mientras que lo que pervive es, paradójicamente, una realidad política moribunda, donde pareciera mantenerse el patrón de “países políticamente independientes pero económicamente coloniales”.
La cuestión constitucional – el espectro latente que recorre nuestro país – se inserta en el corazón de la presente coyuntura. No en vano Perú fue el último país en derrotar al yugo español, hace exactamente doscientos años y, en gran medida, por fuerza de una tentativa de solidaridad latinoamericana. Si el proyecto de una renovación política, ética y jurídica es aún concebible en este lugar del mundo, quizás nos corresponda ahora jugar nuestra parte. Sobra decir que, para ello, es indispensable lidiar con la exigencia política de darnos una nueva constitución.
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