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Nos tocó la historia moderna




Desde la publicación de “El fin de la historia y el último hombre” de Francis Fukuyama en 1992, tras la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento de la URSS, el mundo no ha alcanzado un consenso ideológico y geopolítico y sigue girando en sentidos imprevisibles y contradictorios. Fukuyama planteó en su bestseller noventero que la democracia liberal con una economía capitalista sería la cima de la organización humana, un producto perfecto sin competencia ni necesidad de mejoras.


En aquella época se podía tomar a Estados Unidos, Francia, Japón o Alemania como ejemplo de que el avance científico producía sociedades industriales y tecnológicas que, a su vez, derivaban en democracias liberales gracias a la consolidación de la clase media estable y educada. Recordemos que era 1992 y China no era lo que es ahora y Trump no había ganado con el voto masivo de las áreas rurales blancas.


La excesiva fe de Fukuyama en el capitalismo hizo que olvidara que entre los principios fundacionales de este sistema económico estaban la guerra, la imposición, el consumo y la codicia, por lo que su inestabilidad estaba asegurada. Pero más allá de Fukuyama, nuestra generación (hablo de quienes somos conscientes de nuestro entorno geopolítico) está teniendo su dolorosa cuota de historia. 


Desde la invasión de Rusia a Ucrania en 2022, provocada por la amenaza de avance de la OTAN, una nueva Guerra Fría se ha instalado en el escenario internacional. Ahora se trata de una Europa desmejorada, que apoya ciegamente a Zelensky, contra la Rusia de un Putin totalitario. El trasfondo tiene mucho que ver con el dominio de las nuevas matrices energéticas, como el gas, por ejemplo. En este escenario, donde las posturas de Biden a Trump cambian grotescamente, se ha hecho más evidente que la OTAN no era otra cosa que una ametralladora a larga distancia de los intereses de la Casa Blanca.

 

Lo aterrador es ver cómo ha cambiado la guerra gracias a la tecnología y las inteligencias artificiales. A diario se difunden videos de cómo pequeños drones con cabeza explosiva persiguen a soldados por estepas y bosques. Los drones rusos y ucranianos cruzan zumbando “como abejorros de la muerte” y tienen la habilidad técnica de mantenerse en el aire, esperar y perseguir a combatientes por zanjas y túneles hasta dar con sus cuerpos y destrozarlos.


Otro tipo de drones, un poco más grandes, solo se establecen a cientos de metros sobre los enemigos y sueltan granadas para que den cerca del blanco y disparen sus esquirlas. Los drones mayores e indetectables lanzan misiles con la capacidad de incendiar tanques. Hasta ahora Rusia y Ucrania han dado cifras de muertes en combate totalmente contradictorias, pero se estima que entre ambos bandos suman los 800 mil caídos. 


A inicio de los 90 se creyó que Rusia quedaría reducida en un inmenso mercado de armas de segunda mano. Hoy en día la amenaza de una guerra nuclear sigue tan vigente como hace más de seis décadas, cuando en 1962 la Crisis de los misiles, que involucró a la Unión Soviética, Cuba y EE.UU. puso en vilo a la humanidad. 


Nuestra generación también ha visto un genocidio en vivo y en directo. Las imágenes sobre niños palestinos masacrados en Gaza se volvieron cotidianas. Europa vio el genocidio desde su estrado y no hizo nada. Cuando la Corte Penal Internacional dio la orden de capturar a Netanyahu por crímenes de guerra, la mayoría de países europeos dijo que no acataría la disposición. Era una pesadilla sin solución. Las Fuerzas de Defensa de Israel tenían luz verde para cometer crímenes atroces ante la vista de todos. Y con las semanas y meses nos acostumbramos a que los palestinos no tuvieran otro destino que la muerte, y decidimos voltear la mirada y evadirnos a través de las redes sociales.


Nuestra generación ha visto el ascenso y consolidación de China como la primera potencia económica del mundo. Pero a diferencia de Estados Unidos, China no tiene bases militares en todo el planeta. Su modelo económico híbrido es más efectivo: compra, vende, presta y avanza silenciosa y férreamente. Y de comunista, pues, no le queda mucho. 

También hemos visto la agonía del progresismo y la asunción al poder de Donald Trump en dos ocasiones con un populismo impredecible. Esto ha envalentonado a las derechas tradicionales y las no tan tradicionales como los libertarios sociales (no liberales), anarcocapitalistas, castas tecnológicas, fascistas de redes sociales, nostálgicos del colonialismo, etc. 

Fuimos testigos de la pandemia de COVID19 (2019 – 2022) que inició en China y se irradió por todo el planeta, desnudando varias miserias de la economía de mercado, pero mostrándonos también los increíbles avances de la ciencia. 


En 2021 las muertes producidas por sobredosis de drogas con fentanilo alcanzaron la cifra récord de 107 mil en Estados Unidos, convirtiéndose en la primera causa de mortalidad de los jóvenes. Las criptomonedas son una realidad tras ser consideradas inicialmente un bluf. Ahora, desde presidentes como Nicolás Maduro hasta Donald Trump promueven su uso (a Javier Milei no le resultó muy bien). Las inteligencias artificiales dominan el mercado y sus dueños se han convertido en la impredecible oligarquía tecnológica. Es probable que a finales de esta década el hombre llegue a Marte gracias al alunado Elon Musk. 


A propósito de Fukuyama y “El fin de la historia”, el capitalismo y la democracia no son sinónimos, el imperialismo está vigente, la clase media educada está en extinción, el liberalismo ha dado paso a todo tipo de experimentos y Occidente no es más el ejemplo a seguir. Y mientras más eventos históricos ocurran, más buscamos la evasión en el entretenimiento de las redes sociales. Evadimos la historia.

 


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