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La “Rerum novarum” y los orígenes del pensamiento social de la Iglesia

Una revisión desde la ética social y la  historia.





Las recientes reflexiones del Papa León XIV, comparando la actualidad con las circunstancias del siglo XIX debido a sus condiciones tecnológicas y sociales únicas, y subrayando la importancia de la inteligencia artificial y equiparando su impacto potencial a las revoluciones industriales anteriores, plantean la necesidad de recordar la posición de la Iglesia Católica respecto a la dimensión social y política del ser humano. Con este enfoque, el Papa Prevost muestra la continuidad de la reflexión social de la Iglesia a los desafíos de cada época. Por ello, es relevante revisar los orígenes históricos de la “Rerum Novarum” y su persistente actualidad.


Fundamentos éticos y principios de la doctrina social


Los fundamentos éticos espirituales de la doctrina social de la Iglesia se arraigan en una reflexión atenta sobre la convivencia humana a la luz de la fe y la tradición de la Iglesia. Esta doctrina es de naturaleza teológica y, específicamente, teológico-moral. Se basa esencialmente en la revelación bíblica y la tradición intelectual de la iglesia, relacionando la fe y la razón como vías cognoscitivas para comprender la dignidad humana y sus exigencias morales. Las diversas encíclicas papales, desde el siglo XIX, han identificado los principios permanentes que constituyen los ejes fundamentales de esta doctrina. El principio base es la dignidad de la persona humana. A este se suman el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad.


Estos principios son una expresión de la verdad sobre el ser humano, conocida mediante la inteligencia y la creencia, y nacen del encuentro del mensaje evangélico con los problemas sociales. Por ello, poseen un significado moral fundamental, orientando tanto la conducta personal como la institucional. De ahí surge el ánimo ético y espiritual que ha impulsado a la Iglesia Católica a reflexionar, preocupadamente, sobre la condición social del ser humano. La justicia social se presenta como un valor fundamental y una forma crucial de justicia, cuyo fundamento principal es la dignidad de la persona humana. En ese sentido, es imposible concebir el pensamiento social cristiano sin la justicia social.


El contexto del siglo XIX y la cuestión obrera


El contexto del siglo XIX fue sumamente complejo debido a las profundas transformaciones económicas, tecnológicas, políticas y sociales que tuvieron lugar. Estas transformaciones tuvieron como telón de fondo la Segunda Revolución Industrial, caracterizada por la revolución de la electricidad, el petróleo y la producción en masa. La industrialización modificó radicalmente el panorama urbano de las principales ciudades de Europa occidental y alteró las dinámicas de las relaciones laborales. Este proceso se replicó en países como Estados Unidos y Japón. Las consecuencias socio-económicas fueron enormes y cambiaron la fisonomía y dinámica de las ciudades para siempre. Surgió el sector obrero, se incrementaron las migraciones del campo a la ciudad, proliferó el trabajo femenino e infantil, aumentó la mendicidad, y nacieron barrios obreros periféricos donde los trabajadores vivían hacinados, careciendo de servicios básicos y sufriendo la proliferación de enfermedades.


A este panorama se sumaba un complejo trasfondo político, con el desarrollo de revoluciones liberales, la consolidación de ideas socialistas y anarquistas, y el auge de movimientos nacionalistas que impulsaron guerras de unificación. Todo ello se veía exacerbado por el aumento de la conflictividad bélica entre potencias europeas y el desarrollo de guerras coloniales, configurando un periodo conocido como la “Paz armada”, que culminaría en 1914 con la Primera Guerra Mundial. Todas estas décadas de transformaciones sociales movieron las conciencias, y los católicos no pudieron permanecer ajenos. Hacia mediados del siglo XIX, el jesuita Luigi Taparelli ya había acuñado el término “justicia social”. A fines de siglo, el tema social era un requerimiento que el Papado no podía ignorar. El Papa León XIII, en 1891, respondió a esta necesidad con la encíclica «Rerum novarum».


«Rerum Novarum»: Un nuevo camino y paradigma permanente


La encíclica «Rerum novarum» de León XIII, publicada en 1891, se centró en la grave situación de los trabajadores a finales del siglo XIX. Reconoció que el progreso industrial y económico había generado una acumulación de riqueza en manos de unos pocos y, consecuentemente, enormes desigualdades sociales. El Papa identificó que la disolución de los antiguos gremios y la falta de apoyo público dejaron a los obreros "aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores". Ante la “cuestión obrera”, la encíclica rechazó la solución propuesta por el socialismo, que buscaba abolir la propiedad privada y hacer comunes todos los bienes administrados por el Estado. Esta propuesta fue considerada inadecuada, perjudicial para los obreros e injusta, ya que viola el derecho natural a la propiedad privada.


La encíclica argumentó que este derecho es inherente al ser humano dotado de razón, necesario para su sustento y el de su familia, y anterior incluso a la sociedad civil. La propiedad privada fue vista como fruto del trabajo del obrero. Por ello, el principio fundamental para mejorar la condición de las clases humildes debía ser la conservación inviolable de la propiedad privada.


Para dar respuesta a la "cuestión obrera" y promover el bienestar de los humildes, «Rerum novarum» planteó una solución basada en la colaboración y los principios morales sustentados en la fe cristiana. La Iglesia sería fundamental al proporcionar la doctrina y guía moral, enseñando los deberes mutuos de patronos y obreros. Los deberes de los patronos incluían respetar la dignidad del obrero, pagar un salario justo que le permitiera vivir, y no imponer cargas excesivas. Los deberes de los obreros consistían en cumplir fielmente el trabajo y no dañar la propiedad.


El Papa León XIII destacó el papel esencial del Estado, que debe velar por el bien común y proteger a todas las clases, especialmente a los débiles y pobres. Sus funciones incluyen asegurar la propiedad privada, intervenir para prevenir conflictos como huelgas, proteger la dignidad humana, garantizar el descanso, limitar las horas de trabajo, y proteger a mujeres y niños de trabajos inadecuados. También subrayó la importancia de las asociaciones de obreros (sindicatos) como un derecho natural, que deben ser respetadas y protegidas por el Estado para buscar el bienestar temporal de sus miembros. Cien años después, en 1991, Juan Pablo II valoró la «Rerum novarum» como un documento de "relevante importancia" e “inmortal” que sentó las bases de la doctrina social de la Iglesia, afirmando que su "rica savia" no se había agotado, sino que se había hecho "más fecunda". Consideró que estableció un "paradigma permanente para la Iglesia" para abordar las realidades sociales y dar orientaciones para solucionar problemas.


Desarrollo y evolución posterior de la doctrina social


Tras la publicación de «Rerum novarum», el Magisterio de la Iglesia continuó elaborando y actualizando esta herencia. A principios de los años treinta, Pío XI publicó la encíclica «Quadragesimo anno» en 1931, conmemorando el cuadragésimo aniversario de «Rerum novarum» y releyendo el pasado a la luz de la grave crisis económica de 1929. Pío XI también abordó las amenazas ideológicas de su tiempo, como el fascismo en Italia con «Non abbiamo bisogno» (1931) y la situación de la Iglesia en la Alemania nazi con «Mit brennender Sorge» (1937). Las intervenciones de Pío XII, especialmente sus Radiomensajes navideños, destacaron la relación entre moral y derecho y la importancia del derecho natural. Sin embargo, con Juan XXIII, la doctrina social dio un nuevo paso adelante. Su encíclica «Mater et magistra» (1961) actualizó documentos previos, poniendo énfasis en la comunidad y la socialización para construir una «auténtica» comunión. «Pacem in terris» (1963) puso de relieve el tema de la paz en una época de proliferación nuclear y presentó la primera reflexión a fondo de la Iglesia sobre los derechos humanos, siendo notable por dirigirse a «todos los hombres de buena voluntad».


El Concilio Vaticano II (1962-1965) representó una respuesta significativa a las expectativas del mundo contemporáneo. La Constitución Pastoral «Gaudium et spes» (1965) dibujó una Iglesia «íntima y realmente solidaria con el género humano y su historia» y analizó temas como la cultura, la vida económica, la política y la paz a la luz de la antropología cristiana, centrando todo en la persona humana. Otra declaración conciliar relevante fue «Dignitatis humanae» (1965), que proclamó el derecho a la libertad religiosa basado en la dignidad de la persona humana. Pablo VI continuó este camino con «Populorum progressio» (1967), afirmando que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz» y delineando un desarrollo integral para el hombre y la solidaridad. Su carta apostólica «Octogesima adveniens» (1971) reflexionó sobre la sociedad post-industrial y la insuficiencia reflexiva de las ideologías para dar respuestas a los desafíos que la humanidad iba experimentar en una cultura de masas y de consumo. Asimismo, el Papa Francisco escribió una serie de documentos que enriquecieron el pensamiento social de la Iglesia: “Laudato si” (2015), “Fratelli tutti” (2020), “Laudato Deum” (2023), entre otros documentos.


Juan Pablo II publicó tres grandes encíclicas fundamentales para el pensamiento católico social: «Laborem exercens» (1981), «Sollicitudo rei socialis» (1987), y «Centesimus annus» (1991). En «Sollicitudo rei socialis», afirmó que la doctrina social pertenece al ámbito de la teología moral, no a la ideología, y llamó a la solidaridad una virtud. «Centesimus annus», en el centenario de «Rerum novarum», demostró la continuidad doctrinal y reafirmó principios como la subsidiariedad y la supremacía del trabajo humano sobre el capital. La encíclica «Laborem exercens», dedicada específicamente al trabajo, es un documento fundamental de la doctrina social. Considera el trabajo como un bien fundamental para la persona, el factor primario de la actividad económica y la clave esencial de toda la cuestión social. Subraya que el trabajo condiciona el desarrollo económico, cultural y moral de las personas, la familia, la sociedad y la humanidad.


Un aporte central de «Laborem exercens» es su profunda visión personalista del trabajo, destacando la preeminencia de su dimensión subjetiva sobre la objetiva. El trabajo, más allá de actividades o técnicas, es la acción que es siempre expresión de la persona misma, confiriéndole su dignidad peculiar. Afirma los derechos fundamentales de los trabajadores, como el salario justo, el descanso, la seguridad e higiene, la protección de la dignidad y el derecho de asociación y a los sindicatos.


Relevancia actual y el llamado a la justicia social y la caridad


La doctrina social de la Iglesia mantiene una relevancia fundamental en la actualidad, enfrentando los desafíos contemporáneos a la luz de sus principios permanentes. Busca abordar la «cuestión social», que hoy presenta dimensiones globales y estructurales, tanto humanas como medioambientales. La necesidad de justicia social exige una distribución equitativa de los bienes y es un elemento esencial para la construcción de la paz. Sin embargo, la doctrina subraya que la justicia no es suficiente por sí sola; debe ser animada, completada y trascendida por la caridad, que es el criterio supremo de la ética social. La promoción de la justicia social y la denuncia de las injusticias son un deber moral para la Iglesia y sus fieles.


La relevancia actual de «Laborem exercens», por ejemplo, radica en su capacidad para iluminar los nuevos interrogantes y problemas del mundo laboral. A pesar de los avances tecnológicos, persisten formas de precariedad, explotación y esclavitud. Esta encíclica llamó a tutelar la dignidad del trabajo reforzando la solidaridad y buscando "nuevas formas de solidaridad", basadas en el redescubrimiento del valor subjetivo del trabajo. Por ello planteó una ética y espiritualidad del trabajo que guía la acción cristiana ante los desafíos contemporáneos. Esta continua reflexión de la Iglesia observa las consecuencias de las nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial, cuyo potencial impacto se compara con las revoluciones industriales pasadas. Bajo esta premisa, descubrimos que la doctrina social no es estática, sino que evoluciona para aplicar sus principios perennes a las «res novae» (cosas nuevas) que surgen en cada época.


En esencia, la doctrina social de la Iglesia es una guía ética y espiritual que, arraigada en la fe y la razón, busca orientar la convivencia humana hacia el respeto de la dignidad de la persona, la promoción del bien común, la solidaridad y la justicia, siempre en el horizonte de la caridad. Veamos cómo se conduce el magisterio de León XIV en este camino.

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