La batalla que San Martín no quiso librar
El 10 de diciembre se conmemora en el Perú el día de la victoria en la batalla de Ayacucho (1824), un acontecimiento crucial para nuestra historia que, paradójicamente, no ocupa el lugar que merece en el imaginario nacional. Ayacucho no solo selló la independencia del Perú, sino que marcó el fin del dominio colonial español en Sudamérica. Sin embargo, este hito parece estar destinado a un segundo plano, eclipsado por una narrativa oficial que insiste en magnificar la proclamación de San Martín en 1821 como el momento cumbre de la emancipación.
Hablemos claro: San Martín no fue la figura central de la independencia peruana, por mucho que ciertos discursos oficialistas intenten erigirlo como tal. La independencia no fue un acto unilateral ni un desfile triunfal en la Plaza Mayor, sino un proceso arduo, lleno de altibajos, traiciones y contradicciones. Decir que San Martín fue el artífice de la independencia del Perú es casi una fake news construida por las élites criollas limeñas, siempre ansiosas por evitar que la figura de Bolívar —y con ella, su visión más radical de cambio político— ocupara el lugar que realmente le corresponde.
Esto no implica desconocer los méritos de San Martín. Su entrada a Lima y la declaratoria del 28 de julio fueron actos simbólicos, importantes, sí, pero insuficientes. No olvidemos que el virrey José de la Serna aún comandaba un poderoso ejército en el sur andino. La independencia proclamada en 1821 fue más un cambio de bandera en la capital mientras el resto del país, especialmente la sierra y el sur andino, seguía bajo control español. El virrey mantenía un bastión militar sólido en el Alto Perú, sostenido por lealtades criollas, indígenas y mestizas, desde donde planeaba recuperar Lima y restaurar el dominio colonial. Porque sí, el ejército realista estaba compuesto en gran parte por indígenas que veían en la corona española un mal menor frente al poder criollo emergente.
San Martín, fiel a su estilo conciliador, intentó llegar a un acuerdo con los realistas y hasta propuso instaurar una monarquía con un príncipe europeo. Pero estas negociaciones fracasaron, y en 1822 abandonó el Perú tras el poco fructífero encuentro de Guayaquil con Bolívar. Dejó un vacío político que sumió al país en una prolongada guerra interna.
La independencia significó la sustitución de una casta opresora por otra. El fin del dominio español no trajo consigo una transformación social profunda. Los criollos, que habían reclamado libertad y autonomía, no tuvieron reparos en mantener la exclusión de quienes realmente habían cargado con el peso de la lucha en el campo de batalla. Los indígenas, mestizos y afrodescendientes que sacrificaron sus vidas por una causa que no era completamente suya pasaron a ser súbditos de una nueva élite criolla que perpetuó las mismas estructuras de desigualdad.
Entre 1821 y 1824, la independencia del Perú colgaba de un hilo, no solo por el poder militar español, sino por las traiciones internas. Figuras como José de la Riva-Agüero y José Bernardo de Tagle, que se pasaron al bando realista, son apenas la punta del iceberg de una clase dirigente más preocupada por sus privilegios que por la independencia real. Mientras tanto, las regiones rurales, donde se libraron las batallas más cruentas, eran vistas como peones desechables en un tablero político donde los intereses personales prevalecían sobre los colectivos. La independencia no fue un cuento de héroes idealizados, como nos lo cuentan en el colegio.
Fue con la llegada de Bolívar al Perú en 1823 que todo dio un giro decisivo. Bolívar no era un conciliador; era un estratega con una voluntad política implacable. Entendió que la independencia debía ganarse en el campo de batalla, no en salones de negociación. La campaña de 1824, con las victorias en Junín y Ayacucho, representó el esfuerzo final. En Ayacucho, bajo el liderazgo de Antonio José de Sucre, las fuerzas patriotas lograron lo que nadie había conseguido antes: la rendición del ejército realista y del propio virrey La Serna, sellando de forma definitiva la independencia.
¿Por qué, entonces, seguimos glorificando más la proclamación de 1821 que la victoria de 1824? En parte, porque la figura de San Martín resulta más cómoda para una narrativa nacional que prefiere omitir las tensiones de clase, etnia y poder que marcaron la independencia. Reconocer Ayacucho implica aceptar que la independencia no fue un acto de liberación total, sino el inicio de una nueva forma de dominación. Implica recordar que muchos de los soldados que lucharon en ambos bandos eran indígenas que no vieron libertad ni justicia al final de la guerra.
El Perú que surgió después de 1824 no fue el sueño de igualdad y prosperidad que tanto se pregonaba, sino una república criolla donde los de abajo siguieron siendo los mismos olvidados de siempre.
Reconocer el 10 de diciembre como el verdadero día de la independencia no es un ataque a San Martín, sino un acto de justicia histórica. Ayacucho no fue un evento más, sino el clímax de un proceso colectivo. Es reivindicar el sacrificio de miles que, más allá de nombres y apellidos ilustres, pusieron sus vidas en juego para que el Perú dejara de ser una colonia.
Ayacucho, con todo su peso histórico, debería ser más que un feriado marginal. Es el recordatorio incómodo de que la independencia no fue para todos. Es la evidencia de que el Perú nació dividido, y de que la libertad proclamada fue, para muchos, un espejismo. Quizás por eso preferimos mirar hacia otro lado, celebrar la pompa de 1821 y dejar que Ayacucho se quede donde siempre ha estado: en las sombras de una historia que aún no terminamos de contar.
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