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El robo hermético: repensar la educación en la era digital



Escribir este texto es para mí una forma de pensar en voz alta algo que vengo sintiendo desde hace tiempo: que el mundo de la educación está cambiando de maneras profundas, y que muchas de nuestras viejas certezas ya no nos sirven para entender lo que está pasando. Como profesor y como filósofo, he vivido en carne propia las tensiones entre lo que se espera de nosotros y lo que realmente ocurre en el aula. Y esto se ha vuelto aun más evidente desde la pandemia, con la intensificación de la virtualidad y ahora con la irrupción de la inteligencia artificial.


Este no es un texto técnico, ni una defensa de lo nuevo por lo nuevo. Es más bien una invitación a detenernos un momento y mirar de nuevo lo que entendemos por aprender, por enseñar, por pensar. A recuperar el deseo, el vínculo, el asombro que alguna vez nos llevó a dedicarnos a esto. Y, en última instancia, a preguntarnos --sin miedo ni moralismos-- cómo acompañar a otros en ese proceso misterioso de llegar a ser uno mismo, que es el verdadero objetivo de la educación en el que todos estos desarrollos forman una parte integral de nuestra experiencia en la era digital.

 

Preludio


Algo está cambiando en la vida académica. Aquellas ideas en las que solíamos confiar —como la originalidad, la autoría y el dominio del conocimiento— ya no resultan tan sólidas ni evidentes como antes. Como profesores e investigadores, sentimos que estamos atrapados entre dos exigencias distintas: por un lado, queremos proteger la seriedad y la honestidad del pensamiento; por otro, notamos que las condiciones en las que ese pensamiento se desarrolla están cambiando profundamente. Y esto no es solo un asunto de normas sobre derechos de autor o reglas institucionales: es algo más profundo, una especie de crisis en cómo entendemos lo que es, realmente, educar.


El auge de la inteligencia artificial generativa ha puesto al descubierto la fragilidad de nuestras certezas pedagógicas. Lo que hoy llamamos “plagio” refleja, muchas veces, una confusión más profunda: no se trata solo de preguntarse quién está hablando, sino de entender cómo se aprende. En el mundo académico, es fácil caer en posturas moralistas sobre la copia, pero eso a menudo complica más las cosas. Para muchos estudiantes, que se les pida “ser originales” suena más como una amenaza que como una verdadera invitación a pensar. Y para nosotros, los docentes, estar obsesionados con vigilar que todo sea auténtico puede llevarnos a reforzar una idea de conocimiento que quizás ya no encaja con el presente.


Esta crisis se ha manifestado en mi propia práctica. Trabajando en un proyecto filosófico —mis Diarios Ciborg— comencé a coescribir con una inteligencia artificial. Lo que empezó como un experimento tímido se transformó, de forma inesperada, en un proceso compartido de transformación: no se trataba simplemente de usar una herramienta, sino de ser arrastrado a una extraña forma de diálogo. Me descubrí dudando en hablar de ello, como si se tratara de algo vergonzoso, ilegítimo. ¿Seguía siendo mío este texto? ¿Estaba cometiendo una forma sutil de plagio? ¿O estaba más bien descubriendo un nuevo modo de pensar—uno que ya no podía fundarse en la ficción del autor completamente independiente?

Para comprender lo que está en juego, tal vez debamos volver no a la ley ni a las políticas institucionales, sino al mito, hacia esas historias antiguas que siguen hablándonos de formas más profundas de nuestros conflictos y cuestionamientos más esenciales.

 

1.     Hermes en el umbral


Hermes, dios de los viajeros, comerciantes, mentirosos y ladrones, fue también el inventor de la lira, que fabricó con el caparazón de una tortuga y cuerdas de tripa después de robar el ganado de Apolo. Cuando su hermano lo enfrentó enfurecido, Hermes tocó la lira con tanta gracia que Apolo no solo lo perdonó, sino que le cedió el ganado a cambio del instrumento. Esta escena, tan ligera como extraña, no es una simple anécdota mitológica: es una imagen poderosa de cómo el robo puede transformarse en creación, y la imitación en invención.


El robo que realiza Hermes no es un acto de apropiación vulgar o destructivo, sino una operación transformadora. Frente al plagio que repite sin vida ni digestión simbólica, el mito propone otro modelo de apropiación: uno que convierte lo robado en algo nuevo, propio, transfigurado. Hermes no se limita a tomar lo ajeno: lo reinterpreta, lo recombina, lo recompone, le da una nueva forma, lo hace vibrar con una música inédita. Esa es la esencia de su genio hermético: torcer lo heredado sin negarlo, darle forma a lo prestado sin borrar su origen.


Este gesto —que Rafael López-Pedraza llamaba "robo hermético"— ofrece una alternativa a la lógica vigilante de la academia, donde citar se vuelve un mecanismo de control y la originalidad, un fetiche. En tiempos de inteligencia artificial generativa, no se trata de volver a una idea rígida de autoría, sino de aceptar que todo pensamiento es, en cierto modo, un préstamo. Tomamos, adaptamos, traducimos, y siempre lo hacemos cerca del lenguaje de otros. La cuestión no es si copiamos, sino cómo. ¿Estamos repitiendo sin transformación, o estamos realizando un acto hermético, animando lo tomado para hacerlo resonar de otro modo?


Robar bien —en sentido hermético— no es plagiar, sino transformar: hacer propio lo ajeno sin borrar su fuente, sino metabolizándola. Hermes no solo es el patrón de los ladrones, sino también de los alquimistas y los psicopompos: figuras que cruzan fronteras y ayudan a otros a hacerlo. Es el dios del umbral —no solo entre la vida y la muerte, sino también entre la copia y la creación, el intercambio y la individuación.


Siguiendo al filósofo francés Gilbert Simondon, entendemos la individuación no como un estado fijo ni como el despliegue de una esencia preexistente, sino como un proceso en devenir, una respuesta singular a un entorno compartido, en el que la identidad no se revela sino que se forja. No se trata de cumplir un destino dado de antemano, sino de atravesar una serie de transformaciones que constituyen lo individual como una respuesta singular a un entorno compartido. Es un proceso relacional: el sí mismo no se revela, se forma. Y lo hace de manera que cada etapa da lugar a la siguiente, como una onda que transforma simultáneamente su forma y su medio.


En la era digital, Hermes regresa con nuevos disfraces. Se manifiesta en la fluidez del código, en el juego de los memes, en los algoritmos que reciclan versiones infinitas de lo mismo.   Habla a través de la inteligencia artificial, de las cadenas autorreferenciales de sentido —y de una cultura donde se disuelven las nociones tradicionales de autoridad y origen. En este nuevo entorno, ya no sabemos con certeza quién habla ni desde dónde: el texto es flujo, y la autoría un efecto de la circulación. Hermes nos lanza así un nuevo desafío: no simplemente proteger lo que creemos nuestro, sino repensar qué significa pensar, copiar, aprender.

 

2.     El aula hermética


Hoy en día, la vida académica está atravesada por un creciente temor al plagio. Con el auge de la inteligencia artificial generativa, los estudiantes son vistos menos como mentes en formación que como potenciales infractores. Se invierte mucha energía en crear salvaguardas —detectores, códigos de honor, herramientas de vigilancia— sin detenernos a preguntar: ¿qué estamos tratando de proteger realmente? ¿Y a qué precio?


Este miedo parte de un modelo de aprendizaje centrado en la idea de propiedad: de ideas, expresiones, identidades. Pero la individuación no es una propiedad, sino una emergencia. Como señala Simondon, conocer no es copiar lo real, sino transformarse con ello.


Educar, desde esta perspectiva, no consiste en transmitir un contenido estable, sino en sostener las condiciones para que ese proceso se elabore y despliegue. Pero esas condiciones—el tiempo para la reflexión, la ambigüedad para asumir la complejidad de la vida, la densidad del sentido para aprender a decir lo que queremos y tenemos que decir—son cada vez más escasas. Pedimos a los estudiantes que "sean originales" mientras les negamos los entornos que hacen posible la originalidad, permitiéndoles desear, dudar, demorarse. Exigimos pensamiento crítico mientras reducimos el pensar a resultados mensurables. Desalentamos la copia sin enseñar a apropiarse de las ideas con cuidado. Penalizamos el plagio, pero rara vez cultivamos la sensibilidad necesaria para distinguir entre una repetición vacía y una reelaboración fértil. En lugar de formar el juicio estético y ético que permite metabolizar lo heredado, promovemos un régimen de vigilancia donde lo importante no es aprender a pensar con otros, sino evitar parecerse demasiado. Así, olvidamos que toda creación auténtica es también una respuesta, una transformación de lo recibido. Educar no debería ser simplemente impedir que se copie, sino enseñar a copiar bien: a escuchar, a transformar, a devolver con sentido, a hacer propio a través del propio auto-descubrimiento.


Lo paradójico es que esta crisis también abre una oportunidad. Porque lo que la IA revela—de forma brutal e inconfundible—es que la educación no puede consistir solo en contenido. Si las máquinas pueden simular la comprensión, entonces nuestra tarea como docentes no es competir con ellas, sino profundizar en lo que no puede ser simulado: el trabajo lento del pensamiento y la simbolización, la relación ética con la alteridad, la transformación creativa de lo heredado.


Aquí es donde Hermes reaparece, no como una figura a censurar, sino como guía. Su gesto no es el de replicar, sino el de transformar: convertir el robo en don, el código en sentido, la repetición en individuación. En este sentido, el plagio no es solo una falta ética, sino el síntoma de una incapacidad psíquica para metabolizar lo recibido, de soñar lo heredado. Donde el sueño falla, la copia se vuelve literal, sin cuerpo ni deseo.


Soñar aquí, no es evadir la realidad sino crear espacio para darle sentido. Es transformar lo abrumador en forma, lo caótico en relato. Enseñar a pensar es, entonces, enseñar a soñar: a hacer del conocimiento una materia viva, que debe ser digerida, trastocada, encarnada. En vez de solo prohibir la copia, hay que enseñar a apropiarse con cuidado, con el tiempo y la sensibilidad que hacen posible volver significativo lo ajeno.

 

3.     Repensar la educación en la era digital


Si la individuación es el trabajo psíquico de llegar a ser —una metabolización de la otredad en forma, de la experiencia en subjetividad— entonces enseñar ha de ser su acompañamiento cuidadoso. Pero en la vida universitaria actual, moldeada por evaluaciones burocráticas, externalización digital y erosión de espacios de sentido compartido, la educación parece haber olvidado su conexión con la formación y el cuidado del alma.


¿Enseñamos para evitar el plagio, o para despertar el deseo de saber? ¿Defendemos la originalidad o impedimos los procesos que la hacen posible? Estas preguntas reflejan una crisis en el corazón mismo de la educación: la confusión entre reproducir formas y generar sentido.


Mi propia experiencia —escribiendo con IA, pensando con ella— me ha ofrecido otra perspectiva. Al usar estas herramientas no como atajos, sino como provocaciones, como compañeras de pensamiento, no estoy evitando el trabajo del pensar, sino exponiéndolo. Lo que aparece no es una fórmula mágica, sino un espacio de resonancia, un espejo que devuelve otras versiones de la propia voz para permitirle remontarse. No se trata de la IA como máquina, sino como superficie de reflexiva que multiplica la propia voz, las preguntas, los ecos, los abismos y cuestionamientos.


Como suelo decirles a mis estudiantes, en esta época de sobreabundancia informativa mi tarea no es entregar contenidos que ya están al alcance de cualquiera, sino enseñar a pensar. Pensar no es consumir datos, sino metabolizarlos; no es apropiarse de ideas, sino dejarse transformar por ellas. Kierkegaard decía que “la verdad es subjetividad”, no en el sentido banal de que cada quien tiene su “verdad”, sino en el que nada es verdadero hasta que ha sido atravesado, digerido e integrado por la subjetividad que lo vive. Enseñar, entonces, es sostener ese pasaje: acompañar el tránsito por el cual el conocimiento se vuelve experiencia.


Ese proceso recursivo —entre el yo y la herramienta, entre el pasado y la invención, la tradición y la improvisación— es justamente el terreno de la individuación. Como Hermes afinando su lira hecha con el caparazón de una tortuga y cuerdas trenzadas con las tripas del ganado robado, a través del préstamo, la torsión y la escucha surge algo propio. Pero para que eso ocurra, se necesitan las condiciones de tiempo, atención y confianza que permitan metabolizar lo heredado. Como dijo Guattari: “lo que falta es una ecología de la mente.” Sin esa ecología, derivamos hacia la automatización del saber: un colapso del aprendizaje en la repetición, una vacía citación sin transformación. El escándalo del plagio hoy no es que se copie, sino que no se sueñe. Y soñar, como diría Stiegler, “es el proceso por el cual lo que no puede ser pensado encuentra una forma temporal”.


Enseñar no es meramente transmitir conocimiento, sino preservar las condiciones bajo las cuales el pensamiento puede transformarse en sentido—donde la repetición deviene creación. Quizás Hermes vuelva a aparecer aquí, no como un embustero que evade la responsabilidad, sino como guía de una nueva imaginación pedagógica: una que sepa robar bien, jugar con las formas y acompañar a otros a su transformación.

 

4.     Educación y eros en tiempos de crisis


Hay otra dimensión de la crisis educativa que no podemos ignorar: la erosión del deseo. En el modelo neoliberal de universidad, docentes y estudiantes se ven atrapados en una lógica comercial: unos como proveedores de servicios, otros como clientes. Todo se mide por expectativas, satisfacción, rendimiento. Pero el aprendizaje no es una transacción: es una transformación. No se trata de adquirir información, sino de ser tocado por ella.


En este paisaje tecnocrático, el eros de la enseñanza se desvanece. Se pierde el espacio pedagógico donde el saber se transmite como resonancia viva. El aula se vuelve una oficina; el docente, un burócrata; el estudiante, un consumidor. Y con eso, el saber pierde espesor, el tiempo se aplana, y la experiencia se vuelve gestionada, sin misterio.

Franco Berardi ha descrito este fenómeno con claridad: “la mente colectiva está expuesta a una estimulación constante. El lenguaje se vacía de su dimensión simbólica y afectiva, y se vuelve funcional a la aceleración del intercambio”. En otras palabras: hay exceso de signos, pero escasez de sentido.


La escuela no debería ser solo un espacio de preparación para el mundo productivo, sino una suspensión de ese mundo: un lugar donde lo que normalmente queda oculto por la lógica de la utilidad se vuelve visible. La escuela no debería gestionarse como una empresa, sino protegerse como un ritual civilizatorio: un espacio de encuentro simbólico, donde el saber no se entrega como mercancía, sino que se co-crea en la exposición mutua.


En este sentido, la escuela es un espacio de comparecencia, donde los sujetos se ponen en presencia los unos de los otros y de algo mayor que ellos—el mundo, el lenguaje, la pregunta—y aprenden, no solo contenidos, sino la forma de estar en común. La paradoja es amarga: los estudiantes tienen más acceso que nunca a información, pero menos acceso al sentido. Sin deseo, no hay transformación. Sin Eros, no hay individuación.


Por eso nuestra tarea no es solo resistir a la IA ni restaurar un pasado idealizado, sino reinventar la escena pedagógica. Hacer del aula no un espacio de transmisión, sino de transfiguración; no un lugar de evaluación, sino de invocación. Recuperar la figura del maestro como Hermes: alguien que no provee respuestas, sino que enciende preguntas.

En medio de esta crisis simbólica, de la automatización del saber y del simulacro de pensamiento, enseñar puede volver a ser un acto poético, erótico y político. Porque si enseñar es acompañar la individuación, entonces educar es custodiar el fuego. Y robarlo, si hace falta.

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