El cambio de los tiempos y las nuevas ideologías
- Susana Aldana Rivera
- 23 may
- 5 Min. de lectura

Si usted cree que el tema del Papa interesa solo a los creyentes católicos, le aseguro que no es así. Sin negar que lo soy, creo que esta elección invita a reflexionar sobre una serie de situaciones que han convocado la atención del mundo entero, más allá de creencias religiosas o posturas políticas. De entre las muchas variables posibles de análisis, destaco tres que me parecen especialmente relevantes: el fin de las ideologías industriales, el cambio en las reglas del juego socioeconómico impulsado por la globalización, y la amenaza climática con su profundo impacto social.
Por supuesto, pensar en el fin de las ideologías no remite en absoluto al Fin de la Historia de Francis Fukuyama. Se trata, simplemente, de aceptar que estamos en otro momento histórico y que, por tanto, las líneas de pensamiento también han cambiado. Si seguimos a sociólogos como Anthony Giddens, aprendemos que cada cambio tecnológico implica un nuevo tipo de sociedad. Así, el dominio del fuego potenció el Neolítico con cazadores y recolectores; la invención de la agricultura supuso el tránsito hacia sociedades agrícolas de distintos niveles de complejidad; y la industrialización marcó la emergencia plena de la Modernidad como un sistema sociocultural de amplio espectro, que catapultó el sistema industrial en el que vivimos.
Y, por supuesto —aunque a los físicos no les guste el término—, la cibernética representa un nuevo cambio: una “revolución” que conlleva una aceleración progresiva del sistema, impulsada por los procesadores. Esto conlleva, primero, el tránsito desde una sociedad posmoderna hacia otra distinta, junto con el abandono igualmente progresivo de la razón científica dura y el cambio de paradigmas físicos, desde el clásico newtoniano, pasando por el relativo de Einstein, hasta llegar hoy a la física cuántica, cada vez más presente y ligada a la tecnología.
Así, el tiempo posmoderno llegó de la mano de la sociedad posindustrial y, con ello, de las posideologías industriales. En medio de este proceso, el ya clásico debate entre Habermas y Lyotard, así como la Aldea Global de McLuhan en los años 60, marcaron el anuncio del fin de la Modernidad y, con el paso del tiempo, la radicalización de las ideologías industriales en la transición del siglo XX al XXI: las derechas (liberales y fascistas) y las izquierdas (socialistas y comunistas), como paradigmas ideológicos industriales, se transformaron en una ultraderecha recalcitrante y en izquierdas diversas, pero con escaso peso, en un mundo sumido en una crisis de carácter civilizatorio.
Un segundo elemento a considerar es el cambio en el juego económico, que viene de la mano del cambio tecnológico y/o civilizatorio. No se trata solo de la “gran divergencia” descrita por Paul Krugman, que señala una creciente desigualdad económica favorable a los más ricos y avalada por el Estado, sino también de la reemergencia de una crisis histórica —la de 1930— nunca completamente superada, aunque sí matizada, y que reapareció en la crisis de los años 70.
Aquella crisis sembró el pánico en una sociedad industrial ya consolidada, donde la sobreproducción, el subconsumo y el exceso de capital se convirtieron en constantes. La respuesta fue clara: nunca más un Roosevelt con su opción por el hombre común, sino la radicalización del poder del capital. Esto condujo a una vertiginosa “aceleración” de la vida socioeconómica, vinculada al consumismo masivo y dirigido por el marketing: basta pensar en la cantidad de días “celebratorios” a lo largo del año y en cómo, hoy en día, la Navidad —y, sobre todo, el comercio asociado— comienza a inicios de noviembre, justo después del Halloween o del Día de la Canción Criolla, según la preferencia cultural.
Finalmente, el cambio climático. Como señala el Papa Francisco en Laudate Deum, aunque un poderoso sector industrial niegue su existencia, se trata de un fenómeno ineludible, porque la violencia de la naturaleza impacta a las distintas sociedades del planeta: sequías, lluvias torrenciales, el aumento del nivel del mar, la desglaciación y otros fenómenos afectan especialmente a los más pobres, quienes habitan territorios que aman, pero que las tecnocracias globales suelen ver únicamente como espacios de explotación. Las múltiples COP —comenzando por la de 2015— han sido pequeñas ventanas de esperanza para una sociedad global crecientemente afectada por este sistema, pero que pronto se cierran ante la fuerza de intereses poderosos que buscan no solo riqueza, sino un poder humano ilimitado.
En esta combinación de abierta y creciente crisis económica, junto al cambio de paradigmas de la sociedad industrial y la realidad del impacto físico del cambio climático, el mundo ha descubierto que está a bordo de una sola nave. De allí que se comenzara a hablar de los bienes comunes. La creciente toma de conciencia se enfrentó a la pérdida de sentido y dirección de los paradigmas ideológicos de las sociedades posindustriales. Además, las TIC (tecnologías de la información y la comunicación) han puesto cada vez más en contacto a todas las sociedades del planeta, no solo en lo económico, sino también en lo político y cultural. Baste observar los movimientos Ni una menos o el colectivo LGTB+: todos comenzaron a enterarse de todo, o al menos de lo que se permitía saber, y el sistema comenzó a reinventarse desde el miedo y la inseguridad: desde los “psicosociales” tan conocidos por los peruanos, hasta el mundo “fake” que supera incluso a los medios tradicionales.
Sin la vigencia de los paradigmas ideológicos de la sociedad industrial y del modelo cultural occidental —la Modernidad—, con una realidad que ya no responde a una mera crisis económica, sino a un cambio en las formas y dinámicas del capital, bajo el impacto de los cambios climáticos, el vacío, el miedo y el temor se han instalado en las sociedades. Porque es en ellas, territorializadas, donde impactan los cambios, y no en las empresas cada vez más desterritorializadas —según Zygmunt Bauman— que, pese a sus promesas de responsabilidad social, están dispuestas a desplazarse a espacios más “amigables”. Así, las sociedades distópicas se han convertido en el eje del análisis.
Pero las sociedades están formadas por seres humanos que buscan un horizonte, una esperanza, una calma frente al miedo; no solo ante el impacto del cambio climático, que asusta, sino sobre todo frente a la pauperización de las personas, que aterroriza. Todo ello enmarcado en 200 años de sociedad industrial que, sin negar sus espectaculares logros, ha supuesto un consumo acelerado a niveles inimaginables —y que amenaza con ir aún más rápido gracias a la física cuántica. Sin ideologías que otorguen sentido, ¿dónde puede encontrarse una línea de futuro para una humanidad —ya no países— cada vez más robotizada, biológicamente decadente y con la amenaza global de exterminio como especie? En las religiones, que —para bien o para mal— ideológicamente aún cohesionan a buena parte de la humanidad.
Frente al cambio de época y la inseguridad global que articula sociedades tan distintas, emergen las religiones como ideologías comprensivas que ofrecen esperanza de futuro, al proponer caminos y respuestas a los vacíos existenciales —ficticios dirán algunos, pero reales para las personas en crisis. Para Occidente, con dos mil años de historia, el cristianismo se presenta como una solución —duradera o momentánea— que ofrece un mundo posible. Más aún en América Latina y en el Perú, donde el catolicismo ha actuado como fuerza cohesionadora: más que desde la Rerum Novarum —que marcó Europa—, desde la Civilización del Amor de Pablo VI hasta la Laudato Si’ y la Laudate Deum del papa Francisco, el argentino. Son posturas de pensamiento que propician la posibilidad de una existencia mejor, una plenitud racional y un destino feliz, especialmente para los más pobres, a quienes la Iglesia latinoamericana ha defendido históricamente.
Es un cambio de época y un tiempo lleno de cambios, con visibles impactos sobre la humanidad, que supone, ideológicamente, un punto de apoyo sólido. No es casual el revival religioso que se vive desde hace más de una década, y que, desde el catolicismo, cuenta con un Papa llamado León XIV.
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