De la herida al simulacro: protestas efímeras y cooptación en el Perú posfujimorista
- Eduardo Toche
- 30 jun
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 1 jul

En el 2023, Vincent Bevins, ya era un periodista famoso, aunque entre nosotros no ha trascendido como corresponde. Desde el 2011 al 2016, fue el corresponsal de Los Angeles Times en Brasil y como tal realizó una sonada investigación sobre la esclavitud moderna en la selva amazónica. A la vez, dirigió la sección "Desde Brasil" de la Folha de Sao Paulo, cubriendo la ola de protestas en ese país, que comenzó en junio de 2013 y continuó hasta el Mundial de fútbol de 2014.
En el 2017, lo veremos en Yakarta como enviado de The Washington Post. Allí escribió El Método de Yakarta, un libro sobre la violencia estadounidense durante la Guerra Fría en Indonesia y Latinoamérica, publicado en 2020 y que recibió grandes elogios al ser considerado como una exposición única y devastadora de la actividad internacional de Estados Unidos.
En el 2023, Bevins publica otro trabajo excepcional, bajo el título If We Burns, traducido al año siguiente por la editorial Capitán Swing como Si ardemos, donde buscó una comprensión de las protestas sociales que acontecieron entre 2010 y 2020 que, según su consideración, fueron mucho más que en cualquier otro momento desde los sesenta.
Buscaba responder a una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que tantas protestas masivas condujeran a lo contrario de lo que pedían? Fue el resultado, afirma, obtenido desde la llamada Primavera Árabe hasta las protestas del Parque Gezi en Turquía, Occupy Wall Street, el 15M en España, la erupción de la “V de Vinagre” en Brasil, el levantamiento Euromaidán en Ucrania y los movimientos estudiantiles en Chile y Hong Kong.
Así, plantea una idea provocadora: que las élites han descubierto que pueden gobernar sin legitimidad. Su argumento es que, a pesar de movilizaciones históricas como las mencionadas, los sistemas de poder aprendieron a resistir sin necesidad de aprobación popular, y que incluso podían fortalecerse tras sofocar estos movimientos.
Esto fue así porque tras la oleada de protestas masivas, no emergieron alternativas políticas capaces de disputar el poder de forma efectiva. En otras palabras, estas movilizaciones no lograron consolidar proyectos políticos duraderos ni estructuras organizativas que canalizaran el descontento. Esto dejó un vacío que las élites supieron aprovechar, es decir, al no haber consecuencias políticas reales, aprendieron que podían ignorar el clamor popular sin perder el control.
En lugar de verse obligadas a responder con reformas o concesiones, los grupos con poder optaron por endurecer sus posiciones, apoyarse en tecnologías de vigilancia, manipulación mediática o incluso en el caos, sabiendo que la protesta no necesariamente se traduciría en cambio. En suma, la legitimidad —entendida como aceptación o consentimiento popular— ya no era un requisito indispensable para gobernar, al menos en ciertos contextos. Lo que importaba era la capacidad de mantener el poder, incluso si eso implica gobernar contra la voluntad manifiesta de mayoritarios sectores sociales.
Esto es posible, sugiere Bevins, porque contra los supuestos del espontaneísmo generalizado en las últimas décadas, no basta con tomar las calles y confiar en la viralidad de las redes sociales para lograr cambios estructurales. De otro lado, aunque las movilizaciones señaladas fueron masivas y autoconvocadas, su carácter horizontal y la ausencia de estructuras organizativas sólidas las hizo vulnerables a la desorganización o a la captura por actores con agendas propias.
A su vez, las redes sociales facilitaron la convocatoria y expansión de las protestas, pero su lógica individualista y efímera debilitó la construcción colectiva y sostenida. Asimismo, los medios internacionales y actores geopolíticos a menudo reinterpretaron las protestas según sus propios intereses, distorsionando el mensaje original y alterar el curso del movimiento.
Todo ello arrojó resultados paradójicos porque, en muchos casos, los movimientos no solo fracasaron en sus objetivos, sino que abrieron el camino a gobiernos más autoritarios o a un mayor control imperialista, como en Ucrania o Hong Kong. Sin embargo, a pesar de las derrotas, algunas protestas dejaron huellas importantes, como nuevas organizaciones, discursos transformados o conexiones sociales que podían fructificar a largo plazo.
Como ya debe haberse notado, la perspectiva de Bevins tiene profundas diferencias con la que planteó en su momento Toni Negri. Mientras el primero se centra en cómo las protestas sociales fueron absorbidas o neutralizadas por el sistema, mostrando que el poder puede adaptarse y sobrevivir incluso sin legitimidad; Negri, en cambio, ve al poder como algo que puede ser desbordado por la multitud, planteando que el capitalismo global ha mutado, pero también lo ha hecho la resistencia, que ahora se expresa en formas descentralizadas y creativas.
Bevins es crítico del espontaneísmo y cree que la falta de organización y estrategia ha sido una debilidad fatal de muchos movimientos recientes. Negri, por el contrario, celebra la espontaneidad como expresión de la multitud, una fuerza colectiva que no necesita jerarquías tradicionales para actuar políticamente. El primero advierte que las redes sociales, aunque útiles para convocar, han fragmentado los movimientos y facilitado su cooptación; mientras que el segundo tiende a ver la tecnología como una herramienta de empoderamiento de la multitud, capaz de generar nuevas formas de cooperación y producción común.
Ambas perspectivas pueden sernos de mucha utilidad como herramientas analíticas. Como se ha evidenciado casi desde el inicio mismo del actual ciclo democrático, que arrancó en el 2001, la aprobación ciudadana a las gestiones presidenciales osciló entre muy mala y pésima, hasta llegar al insuperable 0% de la actual gobernante. Paralelo a ello, el país registró, durante ese periodo democrático (2000-2023), más de 14,000 protestas sociales, siendo muchas de ellas episódicas, acotadas y sin continuidad organizativa, lo que dificultó su transformación en movimientos sociales duraderos. Como constataríamos después, la movilización popular no produjo cambios sustanciales en el régimen de gobierno.
Las protestas estuvieron ligadas a demandas locales o sectoriales (como conflictos mineros o laborales), sin una comprensión que las unifique y permitan la construcción de alianzas más amplias. A su vez, estuvieron alimentadas en buen grado por la polarización y la falta de confianza existente entre los distintos sectores sociales.
Pero, no podríamos reducir el problema a la ausencia de organización estratégica y debilidades tácticas. Al respecto, Eduardo Restrepo, junto con Axel Rojas y Lía Ferrero, nos ofrece una pista, cuando critican agudamente al concepto de buenismo en su artículo publicado en la revista Tabula Rasa (54, 2025). En lugar de aceptar el término como una simple etiqueta peyorativa usada por las nuevas derechas, los autores lo analizan como parte de una aspiración más amplia de moralización del espacio político.
Según su lectura, tanto el buenismo como las derechas emergentes comparten una lógica que reduce el antagonismo social a una disputa entre formas antagónicas de virtud. El buenismo, en este marco, construye sujetos subalternizados como figuras moralmente incontestables, lo que paradójicamente desactiva el potencial disruptivo de la política y refuerza regímenes de reconocimiento administrados desde el Estado. Por su parte, las derechas emergentes se atrincheran en oposición a estas figuras, pero sin abandonar la misma lógica moralizante y estetizante.
Entonces, lo que Restrepo y sus coautores proponen es recuperar una imaginación política que no esté atrapada en esta dicotomía moral, sino que dispute las condiciones de posibilidad impuestas por estos regímenes. En otras palabras, es una invitación a pensar más allá de la corrección política y la descalificación moral, hacia formas de acción política más radicales y transformadoras.
Aún más. La crítica de Eduardo Restrepo al buenismo como forma de moralización del espacio político encuentra ecos potentes en los trabajos, entre otros, de Mark Seltzer. La “escena pública patológica” es un concepto desarrollado por Seltzer para describir cómo, en la cultura contemporánea, el trauma, la violencia y el sufrimiento se han convertido en espectáculos públicos. Este fenómeno lo explora en profundidad en su ensayo Wound Culture: Trauma in the Pathological Public Sphere y en su libro Serial Killers: Death and Life in America’s Wound Culture.
Desde la noción de wound culture, Seltzer describe una sociedad obsesionada con el sufrimiento visible, donde la exposición del trauma se convierte en moneda de legitimidad. Esta lógica, aplicada a la política, genera una especie de competencia por el reconocimiento del dolor, lo que puede derivar en una política de la compasión que sustituye la disputa estructural por la empatía administrada. Aquí hay un nítido punto de contacto con Restrepo: la figura del sujeto sufriente como intocable moral puede reforzar regímenes de reconocimiento, sin cuestionar las condiciones que producen ese sufrimiento.
Si el esquema de Seltzer lo traemos a la realidad peruana contemporánea, tendríamos una oportunidad de interpretar algunos acontecimientos de manera diferente a la que nos hemos habituados. Por ejemplo, la espectacularización del sufrimiento, en que las imágenes de represión policial, heridos en protestas o testimonios desgarradores que circulan masivamente en medios y redes, en lugar de generar empatía transformadora, muchas veces se consumen como parte de una rutina informativa que normaliza la violencia. Como diría Seltzer, el trauma se vuelve reproducible y rentable.
También tenemos el confesionalismo mediático, cuando los programas de televisión y redes sociales exponen dramas personales —violencia doméstica, pobreza extrema, enfermedades— como entretenimiento, volviendo público lo íntimo y convirtiendo el dolor en contenido. Esto refleja lo que Seltzer llama la disolución entre lo privado y lo público.
Igualmente, está los cuerpos como superficie de inscripción. A menudo, en las protestas sociales los cuerpos heridos de manifestantes se han convertido en símbolos de denuncia, pero también en objetos de consumo visual. La herida, literal o simbólica, se transforma en un lenguaje político y mediático.
Por último, algo crucial: la iteración o, dicho de otra manera, la cultura de la repetición traumática, en la cual la violencia estructural —racismo, desigualdad, corrupción— se repite cíclicamente sin resolución. Cada crisis se vive como novedad, pero en realidad forma parte de una coreografía del trauma que Seltzer identifica como característica de la modernidad tardía.
En resumen, la teoría de Seltzer ayuda a entender cómo el Perú -desde la derecha a la izquierda- no solo sufre violencia, sino que la procesa públicamente como espectáculo, lo que puede anestesiar la indignación o incluso reforzar el cinismo colectivo, cuando sin querer se convierte en el eje de las movilizaciones sociales. La wound culture no solo visibiliza el dolor, sino que lo convierte en criterio de verdad, legitimidad y consumo.
Entonces, en esta lógica, el dolor no solo se sufre, sino que se consume, se estetiza y se administra. La víctima herida se convierte en figura central, no tanto por su capacidad de agencia política, sino por su capacidad de representar el sufrimiento. Esto, de hecho, ha derivado en una política de la compasión que sustituye la intención de cambio por el reconocimiento emocional que, si fuera poco, lo estamos revistiendo como demandas de inclusión.
Habiéndose iniciado un nuevo proceso electoral y tal como se empieza a plantear las cosas, las protestas con muertos y heridos, como las de 2022-2023, van a convertirse en parte central del paisaje mediático, proponiendo el cuerpo herido como argumento político. También tendremos a los candidatos que buscarán ser reconocidos como figuras de redención. Además, como ha ocurrido en el pasado reciente, el electorado, en muchos casos, votará no por una expectativa o esperanza, sino por castigo o ironía, como una forma de cinismo activo.
De esta manera, es posible que asistamos una vez más a la conformación de un espacio público patologizado, en donde el discurso político tenderá a “medicalizar” la protesta (“grupos radicales”, “elementos desestabilizadores”), mientras normaliza la corrupción o la ineficiencia institucional.
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